“Puede que yo sea obtuso, pero no logro comprender por qué un señor necesita treinta páginas para describir cómo da vueltas en la cama antes de quedarse dormido”. Estas palabras fueron escritas por el editor al que Proust ofreció el primer volumen de los siete que componen su novela
La novela de Proust integra la lista de libros que más abandonan los lectores. Este hecho no se debe a que este público fallido sea “obtuso” sino a que la lectura de Proust es cualquier cosa menos fácil. Los desafíos que plantea son notables: uno tiene que enfrentarse a una pieza novelística que abarca 4000 intimidantes páginas. Tampoco el complicado estilo, con sus frases de renombrada complejidad y refinada elegancia, constituye un plato ligero de digerir. La novela describe cómo se busca una conciencia a sí misma. En consecuencia, todo lo que procede del mundo exterior es filtrado por la perspectiva del mundo interior del narrador en primera persona. No se lee demasiado deprisa y, de vez en cuando, genera una confusión considerable.
Pero En busca del tiempo perdido es una obra superlativa no solo por las dificultades que ofrece su lectura, sino también por el placer que proporciona. No existe nada comparable a Proust en la literatura europea. Cuando el narrador en primera persona Marcel despliega su conciencia con una lentitud impresionante, esta exposición se asemeja al milagro del despliegue paulatino de una flor de papel en el agua. Vivencias e impresiones, rescatadas página a página de las profundidades de la conciencia como valiosos tesoros, se exhiben en imágenes de arrebatadora poesía. El que se ha abierto camino a través de las primeras 200 páginas, se convierte fácilmente en adicto.
En busca del tiempo perdido es una novela sobre el tiempo: sobre el olvido y el recuerdo, y sobre la cuestión de cómo evadirse del imparable desvanecimiento del tiempo y con ello, de la transitoriedad y de la costumbre. La respuesta es: a través de la memoria.
El concepto de recuerdo de Proust nada tiene que ver con esa actitud de nuestra memoria que precisamos en nuestra vida cotidiana y a cuyo rendimiento contribuimos con notitas escritas en un post-it. El recuerdo no es para Proust un proceso voluntario de la conciencia, sino algo que sucede casualmente, que aparece de repente sin que sea posible saberlo de antemano. Lo provoca una estimulación de los sentidos: el sabor de un pastelito o el olor de las lilas. La percepción pone en marcha una cadena de asociaciones y abre horizontes insospechados en el interior. El que lo vive se deja transportar al éxtasis. Es una cualidad que resplandece en escasos momentos. Significa felicidad, belleza e inspiración artística.
Para idear el concepto de tiempo, Proust se inspiró en la teoría de la percepción subjetiva del tiempo que había formulado el filósofo Henri Bergson en la misma época: Bergson distinguía entre la percepción subjetiva y no lineal del tiempo y la cronología continúa, inmensurable. Consideraba que el tiempo propio de la conciencia era una percepción que no admitía ser fraccionada y lo llamó durée “duración pura”. En esta “pura duración” el pasado no desaparece simplemente, perdiéndose como ocurre con el tiempo cronológico, sino que se derrama incesantemente en el presente para enriquecerlo.
También en Proust el pasado alcanza el presente. Pero lo que Bergson se asemeja a un río cuya corriente penetra pausadamente, en Proust adquiere la calidad de una catarata que aparece por sorpresa. La manifestación de uno de los denominados “recuerdos involuntarios” es, en el autor, dramática: irrumpe espontáneamente en la conciencia y resulta avasalladora por la cantidad de rememoraciones que libera de improviso.
A este tipo de recuerdo le debe la literatura europea su pieza de bollería más celebré: la magdalena. El episodio es muy conocido, lo cual se debe, entre otras cosas, a que se narra en las 100 primeras páginas: cuando un día de invierno la madre del narrador (ya adulto) le sirve una magdalena y una tila, el sabor del bollo mojado en la infusión libera el recuerdo de toda la infancia que se creía perdida. Mientras se despliega el gusto de la tisana y del dulce en la boca, para Marcel emerge de la nada un mundo hundido: recuerdos largamente olvidados del pueblecito de Combray, en el que la familia pasaba sus vacaciones, se convierten en un caleidoscopio del pasado. En esos momentos de recuerdo _en los que se revive por segunda vez algo muy lejano y el pasado y el presente se unen durante un breve instante_ es posible _ desde un punto de vista subjetivo__ apartarse del río del tiempo cronológico. La comprensión conduce finalmente a que el narrador en primera persona decida conservar este tiempo recobrado a través de la rememoración. Lo hará en forma de una novela sobre el recuerdo.
Si resumir el argumento de una resulta siempre difícil, dado que un texto literario es más que la suma de todo lo que le acontece, sintetizar a Proust genera una especie de coronación del problema. Por ello a continuación solo se ofrece un hilo conductor de las siete partes de la novela.
El primer volumen, titulado Por el camino de Swann, comienza con rememoraciones de la infancia de Marcel: las vacaciones de verano que disfrutaba anualmente junto a sus padres en Combray. Al principio, el único recuerdo de ese tiempo es el drama del beso de buenas noches denegado. Siempre que venía de visita por las noches el señor Swann, el niño, que contaba con 10 años por aquel entonces, era enviado a la cama, sin ni siquiera recibir el anhelado beso de buenas noches de su madre. La reiterada privación de la atención maternal le provoca un trauma que dura toda su vida y que se pone de manifiesto en las futuras relaciones de Marcel con las mujeres, en forma de miedo a la pérdida y ataques de celos. Aunque el episodio del beso de buenas noches constituye al principio el único recuerdo de la niñez, la degustación de la célebre magdalena conduce a que repentinamente reviva toda la infancia con las personas y los lugares que participaron en ella: la querida abuela, la obstinada criada Françoise, la hipocondriaca tía Léonie, el seto de espino blanco la iglesia de Combray…
La segunda parte de este primer volumen lleva el título Un amor de Swann. Narra la historia de amor entre Swann, un entendido en arte, y la bella Odette de Crécy, una mujer de reputación extremadamente dudosa. Ambos se han conocido en el salón de Madame Verdurin , un lugar de reunión de la alta burguesía que, junto al aristocrático salón de Guermantes, representa uno de los dos centros sociales de la novela. Swan sospecha que Odette le engaña y sufre unos terribles ataques de celos. Cuando el amor ya se ha enfriado, se casa con ella. Un amor de Swann es quizá el fragmento más apropiado para realizar una lectura selectiva de Proust: es una historia cerrada en sí misma que acontece antes del nacimiento del narrador. Es la parte de de la novela que se acerca más a las expectativas de los lectores convencionales.
El segundo volumen se titula A la sombra de las muchachas en flor. El púber Marcel vive sus primeras experiencias eróticas y se enamora imperecederamente de la hija de Swann, la alocada Gilberte, con la que juega en los Campos Elíseos. A los 17 años el protagonista, que padece asma (como el propio Proust) , viaja con su abuela a Balbec, en la costa de Normandía. Allí traba amistad con Robert de Saint Loup, un hombre arrebatadoramente atractivo, que se casará más adelante con Gilberte, pese a sus tendencias homosexuales. Trata también al tío de Robert, el Barón de Charlus, cuya homosexualidad tendrá consecuencias fatales. Pero, sobre todo, el protagonista conoce en Balbec a su gran amor, Albertine. La ve por primera vez en el paseo marítimo y se queda maravillado ante la bella, deportiva y moderna joven.
En el tercer volumen, El mundo de Guermantes, Marcel se ha mudado a París con sus padres. La familia habita en una vivienda del Palacio que los Guermantes poseen en la ciudad. Marcel se enamora platónicamente ( como es habitual) de la duquesa de Guermantes. Cuando por fin se produce el encuentro, el narrador se decepciona ( como también es habitual). El núcleo de la vida social y constante tema de conversación en el Salón de los Guermantes, gira en torno al asunto del capitán judío Dreyfus, deportado a la Isla del Diablo por alta traición en 1894 y cuyo destino originó una crisis política interna en Francia durante los años 90.
El tema principal del cuarto volumen, Sodoma y Gomorra, es la homosexualidad. Al comienzo del mismo, Marcel averigua casualmente el secreto del barón de Charlus, el cual camina poco a poco hacia su destrucción por una aventura amorosa. El narrador sospecha que Albertine , a la que entre tanto ha reencontrado, es lesbiana.
En el quinto volumen, La prisionera, Marcel ha llevado a Albertine consigo a su casa en París. Cada vez que Albertine sale, el narrador preso de celos, hace que la vigilen. A la vista de la posesiva actitud de Marcel, Albertine se escapa una mañana de casa.
En el penúltimo volumen, La fugitiva, Marcel encarga a su amigo Robert que haga averiguaciones sobre el paradero de Albertine para traerla de vuelta. Finalmente, recibe la noticia de que Albertine ha fallecido víctima de un accidente de equitación.
En el séptimo y último volumen, El tiempo recobrado, ha estallado la Primera Guerra Mundial. Al final de la contienda, Marcel acude a una matiné en casa del príncipe de Guermantes. En la biblioteca de la vivienda comprende, de repente, que el recuerdo puede detener la fugacidad del tiempo. Marcel quiere que ese conocimiento sea duradero y decide escribir una novela. De este modo, la obra de Proust cierra finalmente el círculo: Marcel escribirá la novela cuya lectura está a punto de finalizar el lector.
Fuente: Libros, de Christiane Zschirnt