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martes, 11 de julio de 2017

DOÑA BERTA, DE CLARÍN, OTROS OJOS PARA MIRAR MADRID


EEEE
Doña Berta, de Leopoldo Alas, Clarín


Hoy les invito a viajar literariamente a ese Madrid que Clarín conoció  muy bien y  que en Doña Berta nos es descrito  a través de la mirada  de una viejecilla provinciana a la que solo un asunto de vital importancia ha podido sacar de su verde Asturias.

Para quienes aún no hayan leído esta deliciosa novela breve, no estará de más anticiparles  un poco de su argumento:

Doña Berta es una anciana  hidalga asturiana que vive  aislada del mundo en su  mermada heredad, acompañada únicamente de una sirvienta, también añosa. Jamás ha salido de la tierra en que naciera,  ni concibe hacerlo, orgullosa como está de ese terruño suyo donde nunca llegaron  invasiones que atentaran contra la limpieza de sangre de sus antepasados, o en sus palabras , "donde nunca llegaron ni los romanos ni los moros". Lo único nuevo que entró en su casa, allá en su lejana  juventud, fueron las novelas románticas que ella creyó a pies juntillas.

Pese a la gustosa monotonía de su vida de anciana,  hay un secreto  que aún la perturba: de joven la sedujo, al modo romántico, un guapo militar liberal  al que los cinco hermanos varones de Berta, fanáticos carlistas,  acogieron en su casa y con el que simpatizaron pese a sus diferencias políticas. El joven liberal volvió a la guerra,  no sin antes haber prometido a Berta que regresaría a casarse con ella en cuanto ésta acabara, pero nunca volvió. La joven quedó embarazada de esa relación  y sus hermanos, temerosos del escándalo y de la mancha contra el honor de la familia, hicieron desaparecer al hijo. La  joven, dividida entre su amor y su sentimiento de culpa  nada pudo hacer -o quiso hacer-  contra la decisión familiar. El tiempo fue diluyendo el recuerdo y con él,  la culpa. Sin embargo, el encuentro con un joven  pintor en el postigo del huerto de su heredad va a trastornar radicalmente la vida de la anciana... y llevarla a Madrid.
Y ahora veamos cómo era ese Madrid a los ojos de doña Berta.

Madrid de finales del siglo XIX, visto por una vieja provinciana


A lo que parece, la estancia de Berta Rondaliego en Madrid sucedió en algún año de finales de la década de los 80  y principios de la de los 90 del siglo XIX, antes de la muerte, en  1897, de Antonio Canóvas _citado en la novela_  Este parece el contexto histórico más probable ya  que la protagonista se enamoró de un militar liberal en algún momento de la Segunda Guerra Carlista, transcurrida entre 1846 y 1849  y, en la narración se nos dice que cuando está en Madrid era una septuagenaria. También hay que tener presente que los tranvías que tanto teme Berta no empezaron a funcionar en Madrid hasta 1871 y hacia 1885 la red se había extendido considerablemente.



Madrid en 1885
Puerta del Sol en 1891

Este debería ser, por lo tanto, el aspecto que tenía el Madrid por el que anduvo Doña Berta.
La primera imagen que nos ofrece Clarín es esta de la Puerta del Sol:

"Amanecía, y la nieve caía a montones, con su silencio felino que tiene el aire traidor del andar del gato, iba echando, capa sobre capa, por toda la anchura de la Puerta del Sol, paletadas de armiño, que ya habían borrado desde horas atrás las huellas de los transeúntes trasnochadores. Todas las puertas estaban cerradas. Sólo había una entreabierta, la del Principal; una mesa de  buñuelos, que alguien había intentado sacar al aire libre, la habían retirado al portal de la Gobernación".


Doña Berta contempla la plaza nevada y observa las maniobras con la mesa de buñuelos desde una esquina de la calle del Carmen. En la iglesia del Carmen, precisamente, es donde doña Berta oirá misa al alba:
Iglesia del Carmen, Madrid


"Iba a misa del alba. La iglesia era un refugio; solo allí se encontraba algo parecido a lo de allá. Sólo se sentía unida a sus semejantes de la corte por el vínculo religioso. "Al fin, se decía, todos católicos, todos hermanos." Y esta reflexión le quitaba algo del miedo que le inspiraban todos los desconocidos, más que uno a uno, considerados en conjunto, como multitud, como gente".


Las entonces afueras de Madrid le sugerían estos pensamientos a la protagonista:

"Había querido pasear por las afueras ..., ¡pero estaban tan lejos! ¡Las piernas suyas eran tan flacas , y los coches tan caros y peligrosos! Por fin, una, dos veces, llegó a los límites de aquel caserío que se le antojaba inacabable...; pero renunció a tales descubrimientos, porque el campo no era campo, era un desierto; ¡todo pardo! ¡todo seco!  Se le apretaba el corazón, y se tenía una lástima infinita. "Yo debía haberme muerto sin ver esto, sin saber que había esta desolación en el mundo; para una pobre vieja de Susacasa, aquel rincón de la verde alegría, es demasiada pena estar tan lejos del verdadero mundo, de la verdadera tierra, y estar separada de la frescura, de la hierba, de las ramas , por esta leguas y leguas de piedra y polvo."


En su último peregrinaje por la capital, Doña  Berta , pasará de la Carrera de San Jerónimo, a la calle de Alcalá,  luego a la calle de Montera y a la red de San Luis y acabará en los primeros números de la calle de Fuencarral, frente a la casa de Cánovas:

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Por boca de  su personaje, Clarín reflexiona sobre la modernidad urbana .  Sin embargo, el Madrid que atemorizó a doña Berta  a nosotros nos parece hoy un vecindario abarcable, donde todo el mundo sabía quién era quién.  Lo que sí puede seguir vigente es el sentimiento de insignificancia  del individuo en la multitud que expresa el personaje:

"¡Y qué fugitiva le parecía la existencia de todos los demás, de todos aquellos desconocidos sin historia, tan indiferentes, que entraban y salían en el coche de segunda en el que iba ella, que le pedían billetes, que le ofrecían servicios, que le llevaban en un cochecito a una posada ¡Estaba perdida, perdida en el gran mundo, en el infinito universo, en un universo poblado de fantasmas! Se le figuraba que habiendo tanta gente en la tierra, perdía valor cada cual; y así debían de pensar las demás gentes, a juzgar por la indiferencia con que se veían, se hablaban y se separaban para siempre. Aquel teje maneje de la vida; aquella fusión de las gentes, se le antojaba como los enjambres de mosquitos de que ella huía en el bosque y junto al río en verano."


Si algún día van ustedes  por Madrid, recuerden a la señora Berta al pisar estos lugares.








lunes, 10 de julio de 2017

EL CAPOTE, DE NICOLAI GÓGOL, UNA VERSIÓN LIBRE



Siempre me ha parecido que el cuento de este autor ruso tenía mucho de los cuentos para niños. Permítanme que se lo cuente  a mi manera y con las licencias que me han parecido oportunas y que Gógol me perdone.


"Había una vez un hombre, bajito y feo, que vivía en  un  lejano reino donde nevaba a paletadas y  hacía siempre frío. Su  madre, Marina Ivanova, lo había hecho bautizar con el nombre de Akaki,  sin saber -o tal ve sí lo sabía-  que una  maldición caería infaliblemente sobre quien portara de nuevo ese nombre: acabaría metido en una oscura covacha  del  Palacio de Invierno, cubierto de un capote harapiento y copiaría, hora tras hora, un legajo del Zar, siempre el mismo  legajo en que se dictaba  La Ley. La maldición se cumplió  puntualmente  el decimosexto cumpleaños de Akaki.

Desde el primer día al antepenúltimo de la vida trabajosa del copista ,  los bufones  y enanos  del Zar desfilaron   por delante  de su mesa  remedando el gesto de los emperadores ante el excitado público  del Coliseo ; el  pobre amanuense, ya añoso,   no pedía sino que le dejaran copiar y copiar y copiar en en paz . Ninguna queja más que esta y ningún deseo más que el que sabrán enseguida se le oyó proferir a Akaki. Solamente una vez, una noche en que se dirigía a su tabuco,   le asaltó un anhelo: quería sentir  el calorcito  del que hablaban  los transeúntes  que corrían  a sus casas  tras acabar su jornada de trabajo.

Una sastre,  conocido desde la noche de los tiempos como Gregorio,  iba a concederle  el deseo, no sin antes hacerle pasar a Akaki las de Tántalo. El caso es que al alba de un día de abril, el copista,  demacrado y lívido, se levantó a tientas de su camastro, encendió un fósforo  y  vio, deslumbrado, un capote de elegante paño en el gancho de la puerta donde hasta entonces había colgado su raído capote . La visión reapareció con cada cerilla hasta que Akaki creyó el hecho sin preguntarse por la causa, puesto que Akaki no estaba para filosofías . Al final, se vistió del capote y de inmediato sintió  que su cuerpo y su alma  ganaban en altura y corpulencia, incluso, si me apuráis, en belleza.

Entusiasmado, palpándose el pecho  con  sorpresa, se encaminó esa mañana  a la oficina como si fuera un hombre nuevo. Bufones y oficinistas suspendieron hostilidades y lo recibieron alborozados y bondadosos;  el propio  Soberano que- conjeturan- había suspendido su terrible   ley  por unas horas,  le permitió acudir a una fiesta en un saloncito de Palacio en cuya chimenea chisporroteaban  el roble y el sándalo.  Bebió, comió y fue dichoso.   Con las campanadas de medianoche, cuando el fuego aún danzaba con desverngüenza, Akaki,  poco trasnochador por naturaleza,  abandonó a hurtadillas la fiesta. Todavía un poco achispado, se encaminó al guardarropa en busca de su capote,  lo recogió del suelo donde alguien lo había pateado  y se sumergió de nuevo en la penumbra de las calles.

A cuatro manzanas del  Palacio, entre la tenue luz amarillenta de dos  farolas, unas sombras peludas le arrebataron el capote sin que de nada le sirviera revolverse  y revolverse como un pelele en la horca. Abatido, Akaki recorrió  durante tres días los despachos de jefazos y jefecillos  suplicándoles que  hicieran su deber para que él,  fiel copista  de su Majestad, recuperara su capote. Por fin, fue recibido  a regañadientes por  un  ministro,  íntimo consejero  del Zar, que no tardó en echarlo a empellones, puñetazos y patadas. Akaki salió de allí maltrecho de alma y de cuerpo.  No se sabe cómo logró llegar a su guardilla; dice su patrona que solo   sacó fuerzas  de  flaqueza por no acabar como perro sarnoso en  medio de la calle.  La noticia de su muerte no ocupó  ni preocupó  mucho tiempo  en los atareadas recámaras de Palacio. El Servidor de la Ley  había oído hablar del suceso  y había sentido como un amago de arrepentimiento por sus patadas , pero no sería sino  dos semanas después cuando iba a cobrar conciencia de su falta.

Una noche de abril, cuando El Alto Representante se dirigía a la casa de su amante Carolina Ivanovna , al pasar por el puente de Kalenik, se levantó un viento feroz que alzó su elegante capote. Se volvió enfurecido, como si el viento también estuviera bajo su jurisprudencia, y el horror paralizó los músculos de su rostro: como un espectro, Akaki  le sonreía sardónico mientras apreciaba el paño del capote del Señor Ministro, amigo íntimo de su Majestad: "Se parece mucho al mío, ese que usted no quiso recuperar y... yo necesito un capote",  reseñó fríamente y desapareció  súbitamente  tras los árboles de la noche.  En la capital del Reino, no quedó nadie que no especulara sobre las apariciones del Muerto y hasta se hizo un itinerario con chinchetas clavadas en el mapa de la capital.  Se habló de Akaki más de lo que se hubiera hablado en vida  aunque hubiera tenido siete.


Los transeúntes nocturnos  que se apresuraban  a refugiarse al calor de sus hogares volvían  su cabeza a los cuatro puntos cardinales, temerosos de la aparición del fantasma del copista. Innumerables capotes fueron arrebatados en los último días de abril. Sin que nadie supiera a qué atribuir el cambio, el Ministro de su Majestad hablaba en  un susurro respetuoso  a sus subordinados, como si temiera  que ellos también se convirtieran un en fantasmas robacapotes. Un día, nadie sabe precisar  cuál, el alma de Akaki descansó  en paz, aunque todavía hay  quien afirma que, de vez en cuando, vuelve a robar algún capote a los transeúntes  para que sepan,  aunque solo sea por unas horas, qué es el frío."

Aquí tiene el texto, muchísimo más valioso de Gógol

http://ciudadseva.com/texto/el-capote/

Y aquí un vídeo de Youtube donde pueden escucharlo:

https://www.youtube.com/watch?v=Q2wx0fM5lcw





jueves, 6 de julio de 2017

5 MOTIVOS HETERODOXOS POR LOS QUE LEER EL CORONEL CHABERT DE HONORÉ DE BALZAC



MOTIVOS NO FALTAN PARA LEER EL CORONEL CHABERT DE H.DE BALZAC




Leer esta novela corta de Balzac plantea muchas cuestiones:

 ¿ Nunca te has preguntado qué sucedería si en todos los archivos aparecieras como difunto y  no tuvieras forma de demostrar que tú eres tú? La pérdida de la identidad civil parece hoy imposible, pero tal vez no lo sea. Esta novela nos adentra en una angustia que nos es generalmente desconocida. Toda una experiencia inquietante.

2. Parece que nuestra sociedad, en la que se exalta a los triunfadores, a los emprendedores,  quiere que ignoremos el camino a la inversa: la de aquellos que vivieron en la cumbre y acaban en la más profunda de las miserias. El camino de caída parece más habitual ¿no? Esta novela explora ese camino.

3. Dicen que a los demás los conocemos en nuestros momentos de mayor desgracia. Esos momentos ponen a prueba  la amistad, el amor de nuestra pareja, el cariño de nuestros hijos... Afortunadamente, parece decirnos Balzac, la muerte nos protege de conocer otros secretos insondables de esos sentimientos.  Un componente de la gran tragedia de Chabert es tener que conocerlos.

4. Todas las ciudades tuvieron y tienen  barrios espantosos  en su sordidez  y desesperanza . París también los tuvo y los tiene. Ir a ellos es siempre  un viaje a los infiernos. Ya que no tenemos mejor máquina del tiempo que la literatura, la obra de Balzac es un modo estupendo de viajar  a ese infierno parisino del siglo XIX. Cabe preguntarse qué hay construido hoy en día sobre ese  lodazal que pisó el coronel Chabert.

5.¿Eres de los que no se deja imponer la visión del narrador sobre los personajes? ¿Eres de los que buscan distintos puntos de vista para conocer a los demás?  La mujer del coronel Chabert aparece en la novela como  una  arribista sin escrúpulos  . Desde luego moralmente parece necesitar un buen abogado.