jueves, 21 de marzo de 2019

A orillas del Sar, de Rosalía de Castro. Un libro extraordinario para recordar este 21 de marzo

Rosalía de Castro (1837-1885) ocupó desde la publicación de Cantares gallegos (1863)  un lugar de inequívoca importancia en la literatura gallega, tanto que es considerado el libro fundacional de esta. Una segunda obra Follas novas  (1880) no hizo sino afianzar la grandeza de su poesía.
 Algo pasó, sin embargo en la vida de Rosalía de Castro que le hizo renunciar al gallego en su siguiente obra: se habla del  dolor por los ataques recibidos por un mundillo cultural gallego que no le perdonó un artículo en que hablaba de ancestrales costumbres sexuales gallegas, las cuales iban contra la moral burguesa del momento. Sea como fuera, en sus últimos años de vida Rosalía escribirá poesía en castellano. En 1884 aparecen recogidas bajo el título de  A orillas del Sar.  La relevancia de este libro para nuestro Romanticismo tardará mucho en ser entendida. Solo las valoraciones de autores como Azorín o Cernuda permitieron que semejante injusticia se redujera, aunque nunca ha dejado de tratarse a Rosalía  como una segundona en comparación con su contemporáneo Gustavo Adolfo Bécquer. 

Sin embargo, Rosalía de Castro trata con extraordinaria profundidad y belleza los temas del Romanticismo, llevando estos a una expresión más cercana a la angustia existencial que dominará el siglo XX.  Repasemos alguno de esos temas en los que la expresión de Rosalía cobra más intensidad y originalidad.

La exaltación de la naturaleza.

La naturaleza en la obra de Rosalía está  vitalmente unida a sus vivencias; es la de Galicia. Ya había cantado la magia de esos bosques de robles poblados de hadas y de leyendas; también el vínculo de sus alegrías  y tristezas con esos lugares concretos. A la naturaleza volverá una y otra vez intentando que esta apacigüe su angustia, sus pesares, si bien en vano. Ha pasado un siglo desde aquel primer Romanticismo de Wordsworth, cuando la naturaleza tenía el poder apaciguador contra  las angustias del sujeto; aquel tiempo en que  incluso el recuerdo de un paisaje contemplado procuraba al poeta y sosiego, aunque estuviera teñido este de  melancolía. Rosalía lleva el subjetivismo a su extremo: la belleza de la naturaleza no existe per se, su capacidad “curativa” no está en ella: la naturaleza no es sino una proyección del yo, de sus estados de ánimo y nada puede  esta por si sola contra la tristeza.

"Puro el aire, la luz sonrosada,
        ¡qué despertar tan dichoso!
Yo veía entre nubes de incienso,
        visiones con alas de oro
que llevaban la venda celeste
        de la fe sobre sus ojos…
(...)

Ese sol es el mismo, mas ellas
        no acuden a mi conjuro;
y a través del espacio y las nubes,
y del agua en los limbos confusos,
y del aire en la azul transparencia,
¡ay!, ya en vano las llamo y las busco".

….

“Frío y calor, otoño o primavera,
¿dónde..., dónde se encuentra la alegría?
Hermosas son las estaciones todas
para el mortal que en sí guarda la dicha;
mas para el alma desolada y huérfana
no hay estación risueña ni propicia”.

….

"No son nube ni flor los que enamoran;
eres tú, corazón, triste o dichoso,
ya del dolor y del placer el árbitro,
quien seca el mar y hace habitable el polo".

….

La subjetividad y la fragilidad final del yo 

El  Romanticismo es la afirmación  rotunda del yo, no solo como punto de vista sobre la realidad, sino como la verdadera realidad: existe aquello en cuanto es una mirada, un sentimiento, una emoción del yo. Sin embargo, de tanta introspección, de tanto mirar lo de fuera como algo que no es sino  lo de dentro, al yo romántico le empezó   a pasar como aquel que busca el núcleo de un cebolla y solo encuentra capas o,  más exactamente, descubre que es inconsistente, cambiante y efímero  como una nube. Después de haber desautorizado las verdades de la razón que hablaban de un mundo sólido y las de la religión, que hablaba de un mundo garantizado por Dios,  el romántico tenía que acabar topando con este problema. Así dice Rosalía desesperada:

“Creyó que era eterno tu reino en el alma,
y creyó tu esencia, esencia inmortal,
mas, si sólo eres nube que pasa,
ilusiones que vienen y van,
rumores del onda que rueda y que muere
y nace de nuevo y vuelve a rodar,
todo es sueño y mentira en la tierra,
¡no existes, verdad!”

El ansia de infinito y de eternidad

En el  mundo del que, como decía Schiller,  habían sido expulsados los dioses, todo se vuelve sombras, todo está desencantado. La obsesión por lo infinito o por la eternidad de los románticos no es sino esa añoranza de un tiempo sin consciencia humana de su finitud. Para intentar recuperarlo el romántico se vuelve a la naturaleza, al cosmos como garante de esa eternidad.  Así lo vemos en la Oda a un ruiseñor de Keats o en Canto nocturno de un pastor errante en Asia, de Leopardi.  Rosalía de Castro da un paso más: lo efímero, lo limitado, lo caduco es común al ser humano y a la naturaleza toda, incluida, la luna, sí, la luna amada del poeta. También a ella le espera la muerte, el final. No sin rabia y amargura dice la poeta:

“Muda la luna y como siempre pálida,
mientras recorre la azulada esfera
seguida de su séquito
de nubes y de estrellas,
rencorosa despierta en mi memoria
yo no sé qué fantasmas y quimeras.

Y con sus dulces misteriosos rayos
derrama en mis entrañas tanta hiel,
que pienso con placer que ella, la eterna,
ha de pasar también”.

El sinsentido de la vida, la orfandad absoluta del ser humano

En pocos poetas románticos  llega a ser tan doloroso  el grito  por ese mundo que ha perdido el  sentido, por esa vida sin asideros trascendentes, por la soledad irremediable del hombre. ¡Cómo recuerda este grito al que darían después autores como Unamuno o como Blas de Otero!:

“¿Qué somos? ¿Qué es la muerte? La campana
con sus ecos responde a mis gemidos
desde la altura, y sin esfuerzo el llanto
baña ardiente mi rostro enflaquecido.
¡Qué horrible sufrimiento! ¡Tú tan solo
lo puedes ver y comprender, Dios mío!

¿Es verdad que los ves? Señor, entonces,
        piadoso y compasivo
vuelve a mis ojos la celeste venda
de la fe bienhechora que he perdido,
y no consientas, no, que cruce errante,
        huérfano y sin arrimo,
acá abajo los yermos de la vida,
más allá las llanadas del vacío".

La poesía, el poder de la palabra poética

El Romanticismo no solo pondrá en el centro de la poesía el  yo sino al poeta y a la poesía. Para el poeta romántico la poesía es la depositaria de la verdad, su desveladora y no la ciencia o la razón. En el poeta habita esa poesía sin palabras, porque el poeta lo es  antes de escribir, incluso sin escribir. El problema está en que las palabras, como decía Bécquer, son “un mezquino idioma” un frágil continente para un extraordinario contenido: está la Poesía y están los poemas. Los poemas intentan llegar a ser Poesía y esa es la lucha del poeta, infundir la chispa divina a la palabra. Como decía Höldelin en las Parcas, le bastaría haberlo conseguido una sola vez para morir contento: “...si logro plasmar lo más querido y sagrado, el poema, ¡bienvenidos seáis, silencios de las sombras!”.

Así lo dice Rosalía de Castro, en versos que tanto recuerdan a otros de Bécquer:

“Recuerda el trinar del ave
y el chasquido de los besos;
los rumores de la selva,
cuando en ella gime el viento,
y del mar las tempestades,
y la bronca voz del trueno;
todo halla un eco en las cuerdas
del arpa que pulsa el genio.

Pero aquel sordo latido
del corazón que está enfermo
de muerte, y que de amor muere
y que resuena en el pecho
como en bordón que se rompe
dentro de un sepulcro hueco,
es tan triste y melancólico,
tan horrible y tan supremo,
que jamás el genio pudo
repetirlo con sus ecos".



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