Bianca y su hermano mellizo, Lucas, se dirigían en coche al que sería su próximo hogar. Lo único que ocupaba sus jóvenes mentes era el número de veces que habían hecho ese mismo camino. Se sentían abrumados. Era el tercer "familiar cercano" al que visitaban ese mes y como de todos los anteriores solo esperaban que éste también saliera despavorido.
Habían pasado ya dos años desde el misterioso incendio de la villa Bellenden en que fallecieron sus padres y habían empezado su deambular de familia en familia. Sus padres provenían de la nobleza, pero ninguno de sus parientes mostraba los modales caballerescos que se suponía distinguían a esta clase social. Uno a uno fueron negándose a hacerse cargo de los huérfanos.
De nuevo Bianca veía cómo el coche estacionaba frente a una antigua casona de ambiente demasiado lúgubre para su gusto. El temporal tampoco ayudaba: el día gris había reemplazado al soleado cielo bajo el que habían iniciado el viaje y una fuerte lluvia tintineaba sobre el techo del vehículo. En la parte trasera del mismo, Lucas examinaba la casona con mucho detalle: esta constaba de dos pisos y un desván que tenía una pequeña ventana circular bajo el alero. La casa se veía tan desgastada y descuidada como el parque que la rodeaba. Lo que más sorprendía a Lucas eran las ventanas polvorientas y de cristales oscuros que le daban al lugar un aura maligna. Al muchacho le recordaban las casas encantadas de los libros que él tanto amaba leer. La Sra. Perkins, la agente de servicios sociales, desbloqueó el coche para que los niños salieran. Tras llamar al timbre, la vieja puerta de la casona se abrió y apareció a sus ojos un chico de cuerpo larguirucho.
Buenas tardes, mi nombre es Amanda Perkins y trabajo para los servicios sociales. Llamé hace unos días anunciando de mi visita a la señora y el señor Giddens.
-Muy buenas, señora, en efecto los señores la están esperando en el salón.
-Gracias.
Los mellizos y la Sra. Perkins, precedidos por el sirviente, se adentraron en el domicilio, con los ojos maravillados por todo: el exterior no dejaba presagiar el lujo y la ostentación del interior de la mansión. Mientras avanzaban hacia la estancia principal, Bianca registraba con su mirada todos los muebles caros y decoraciones suntuosas que los rodeaban.
Por fin, aparecieron ante ellos dos altas figuras que parecían sacadas de un cuadro de época.El señor y la señora Giddens, con un elegante gesto, indicaron a sus invitados que se sentaran en un sofá tapizado de raso azul.
-Muy buenas- dijo Perkins- soy…
-Sabemos de usted señora Perkins - comentó arrogantemente el señor Giddens- hemos hablado antes por teléfono.
-Estamos encantados de que por fin estéis aquí, niños; teníamos muchas ganas de conoceros- dijo la señora Giddens rápidamente - Disculpad a mi esposo; en ocasiones resulta un tanto brusco, pero no siempre es así.
Este pequeño gesto tranquilizó a los dos jóvenes, que ya temían que sus futuros tutores fueran unos tiranos.
-Bueno… comenzemos. Según tengo entendido ustedes están de acuerdo con que los niños se queden a su cargo.
-Así es, nada nos hará más felices que los mellizos formen parte de nuestra familia. ¿No es cierto, Howard?
-Estás en lo cierto querida, nada nos hará más felices.- de nuevo, dirigió una intensa mirada a los niños, que, temerosos de lo que ese hombre querría de ellos, no formularon ni una sola palabra-.
Tras finalizar el papeleo estipulado para la adopción, los hermanos fueron llevados hasta la que, desde ese momento, sería su nuevo hogar. Fueron avisados unos minutos después para bajar a cenar. Bianca no paraba de temblar por los nervios, Lucas, en cambio, estaba calmado.
La cena fue tranquila a ratos, todos participaron en la charla dando a conocer sus opiniones y gustos. La Sra. Giddens se esforzaba por que los Bellenden se sintieran a gusto. El señor Giddens, en cambio, pasaba de la cordialidad al desprecio sin que hubiera causa aparente para ello.
Los días posteriores a la llegada de los hermanos el comportamiento del Sr. Giddens empezó a ser menos amenazante y terminó ,al igual que su esposa, cayendo rendido a los encantos de los Bellenden.
Los días fueron transcurriendo. Poco a poco los mellizos estrechaban lazos con Marta y Howard Giddens, sintiéndose protegidos y queridos después de estos años de orfandad.Pero no todo era felicidad en la casona Giddens, pues estos se comportaban a veces como quienes guardan un secreto.
Este secreto, sin embargo, sería descubierto. Si algo distiguía a los mellizos era su osadía y su inmensa curiosidad, y en esa casona no faltaban rincones donde escudriñar.
La primera en chismear fue Bianca que no podía resistir la tentación de desvelar un misterio. Desde el primer día, la muchacha se había preguntado qué escondía aquel polvoriento desván. Los señores Giddens lo mantenían bajo llave sin dejar nunca que los hermanos se acercaron a aquella puerta. Lo que iba a suceder sucedió por casualidades del destino y por una cualidad poco común de los dos mellizos, que era abrir cualquier puerta fuera cual fuera su tipo de cerradura. Con la ayuda de unas tenazillas Bianca comenzó a forzar la cerradura herrumbrosa de la puerta del desván y estaba a punto de que esta cediera cuando escuchó unos pasos que provenían de las escaleras. La joven, asustada, se escondió tras una columna y espero lo peor. Aquellos segundos en que recordó la mirada penetrante del señor Giddens cuando les advertía sobre aquel desván, se le hicieron muy largos.
-¿Qué haces ahí escondida?-le preguntó Lucas-.
-¡Dios!, Lucas, pensaba que había llegado mi final. Estaba forzando la puerta del desván. Hay algo en esta casa que me huele mal.
-¿Hablas de “la puerta prohibida”? Nos matarán, Bianca. Pero ya sabes que la curiosidad la llevamos en la sangre, hermana. Vamos, entremos, ¿a que esperas?
-Las niñas, primero, Lucasito.
La mugrosa puerta chirrió y un olor putrefacto llegó a sus fosas nasales nada más entornarla. Sin más escrúpulos, los mellizos comenzaron a husmear entre los distintos objetos del desván: muebles victorianos, cuadros y todo tipo de chismes extraños atestaban el desván. Una densa capa de polvo cubría todo y un olor a humedad, pero lo que más inquietante era aquel olor pútrido del comienzo que no se disipaba. Tras un buen rato de husmeo, Bianca halló en la parte trasera del desvan un cúmulo o de sábanas que tapaban lo que parecía ser un objeto enorme. Sin esperar ni un segundo más, Lucas quitó la sábana de encima de los bultos. Los cadáveres medio descompuestos de los señores Giddens yacían frente a los horrorizados Bellenden. Los dos cuerpos habían sido degollados y golpeados de manera feroz.
-Si los verdaderos señores Giddens están muertos. ¿Quiénes son esos?, preguntó Lucas
Pero ya era demasiado tarde para que encontrar una respuesta que sirviera de algo: la puerta del desván se cerró para siempre y los mellizos encontraron por primera y última vez en sus vidas una cerradura que eran incapaces de abrir.
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