Conservo, pese a todo, un moderado optimismo sobre la influencia a largo plazo de los profesores sobre sus alumnos. A veces nos desesperamos porque no vemos frutos inmediatos, como si no fuera importante dejar puertas abiertas para que los jóvenes pueden pasar por ellas el día en que personalmente quieran o lo necesiten. Viene esto a cuento de una lectura que tenía aplazada desde hace 16 años. Una profesora de la UPV comentó en una clase que su lectura preferida para el verano eran los ensayos de Montaigne. Son tres hermosos tomos, así que le habrán dado para muchos agostos. Cuando atisbamos con curiosidad qué lee el vecino de toalla, no solemos encontrarnos con los ensayos de este filósofo. Fue esta anécdota la que fijó ese momento en mi memoria y el propósito de acercarme a esa obra que hacía sonreír tantas veces a mi seria profesora de Literatura francesa.
De eso, como decía, han pasado 16 años. Este extraño verano de movilidad temerosa he pasado una semana en Madrid. Nunca antes había sido tan dichosa en esta ciudad cuyo ritmo se ha vuelto provinciano y reflexivo. Había mucho negocio cerrado, desde luego, pero quioscos y librerías estaban abiertos y por lo que vi, hay entre los lectores una bulimia de lecturas, una necesidad táctil, sensitiva de volver al ritual de las librerías.
Fue precisamente en el quiosco de la calle Atocha donde me sorprendió un librito sobre Montaigne: era de una colección de divulgación filosófica, apropiado para hacer una aproximación antes de entrar en la obra monumental del filósofo.
Cerrado el libro, mi primera conclusión ha sido que hay que leer a Montaigne para entender la formación del pensamiento de la Modernidad, incluso el de la Posmodernidad en la que dicen que estamos hoy, que no es otra cosa que la agudización y la desintegración de los pilares de la primera.
La obra de Montaigne es una reivindicación continua del yo como el mejor objeto para el análisis: el sujeto toma un cierto distanciamiento de sí mismo para observarse continuamente y dar cuenta de todo lo que pasa por su conciencia sin discriminar lo que pertenece a los altos pensamientos de la filosofía o a las meditaciones menudas de la cotidianidad: el hecho de pertenecer a la existencia del sujeto lo convierte en tema pertinente : todo es interesante en cuanto que el yo habla del yo. Los ensayos de este filósofo son el cumplimiento exhaustivo del axioma que décadas más tarde marcaría el rumbo de la filosofía occidental "Pienso luego, existo". La existencia queda garantizada por el acto de pensar y el acto de pensarse. En nuestra época de individualismo exacerbado, quizá está idea nos parezca trillada; en su época supuso una verdadera revolución. Poner al yo en el centro del mundo suponía desplazar de él no solo a Dios sino al mundo objetivo exterior al sujeto. El yo se convierte en la fuente de certezas provisionales al precio de ir descubriendo la inestablilidad del propio yo.
En efecto, en su autoanálisis, Montaigne descubre que el yo es una entidad cambiante, contradictoria, que está siempre en proceso de hacerse y de deshacerse: es un fluido, no un sólido. La idea de una identidad fija, estática, conformada de una vez para siempre o incluso conformada en el nacimiento, no es más que una ilusión del yo. Por consiguiente, si el yo es cambiante, contradictorio, difícilmente puede creer que la sociedad no lo sea también. Y es aquí donde Montaigne siente vértigo. No se le escapa que dicha concepción individualista abre una concepción inestable para los estados y otras instituciones; es desde este vértigo desde donde hay que entender el conservadurismo de Montaigne, que excluye al Catolicismo y a la Monarquía del libre examen del individuo. Él puede pueda vivir sin grandes sistemas de creencias; él puede ejercer la libertad de pensamiento, pero es evidente que no cree deseable que los fieles y los súbditos lo hagan. Cuestionarlo todo es un privilegio del yo interior, todavía no es un derecho democrático. Montaigne, como escéptico que es, no creía que existiesen verdades absolutas y duraderas, pero como tantos otros pensadores posteriores, creyó conveniente que la masa sí creyera en ellas, que conservara rituales colectivos, que se sintiera anclada en normas y usos que le dieran sentido a la vida. Montagine encontró el sentido de su vida en observarla, en alcanzar un alto grado de conciencia de ella y plasmarla por escrito.No parece que esa solución pueda convertirse en un modo general de darle sentido a la vida. En el siglo XVI parece que Montaigne ya temía esa situación que tan bien describe Byung-Chul Han en su ensayo más reciente "El abandono de los rituales": la ausencia de rituales colectivos, de creencias comunitarias sume al individuo en la angustia existencial. El mercado necesita esa angustia para que los individuos intenten llenar el vacío con mercancías, es decir, con relaciones fetichistas.
A Montaigne, la fluidez del yo, su condición inacabada, cambiante, contradictoria no lo sumirá ni en la perplejidad ni en la angustia; todo lo contrario, lo mismo que declarará incansablemente su goce por la variedad del mundo, de las culturas, de los individuos, gozará de su yo cambiante y estará atento a la percepción de esos cambios. El placer de la vida consistía para él en estar plenamente consciente el mayor tiempo posible; en ese sentido lamentaba el sueño que le privaba de la atención consciente a su mente. Dicho de otro modo, la autoobservación iba unida a un tópico querido del Renacimiento, el "carpe diem".
No me cabe duda que la lectura de los "Ensayos" será para muchos un encuentro sorprendente con "un contemporáneo"; también será imposible no leer sus experiencias desde el desencanto de nuestra Posmodernidad.