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viernes, 2 de marzo de 2018

ANGUSTIANTE, DE M.C.

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Estaba a punto de arrancarme los ojos de las cuencas cuando me di cuenta de que el coche,  por un recalentamiento del motor, se había detenido en medio de la nada. Tan grave era mi angustia que  le di a la palanca de marcha unas 50 veces seguidas, haciendo de mis dedos una especie de papilla callosa y  consiguiendo lo que era predecible, nada. No podía ni pensar en qué  hacer: estaba lejos de casa y el reloj  marcaba la hora de la cena.Dentro de una hora serían las 10  y para ese momento tendría que haberme cepillado los dientes, haberme puesto el pijama, estar en la cama a las  10,05  y conciliar el sueño a  las 10,10. Muchos me llegaron a decir que si hubiera tenido hermanos o algún amigo lo bastante  cercano para contarle que dormía con los pies al aire, me hubiera vuelto más sociable y menos rutinario, cosa que  dudo, ya que para un paciente con el  síndrome de Asperger como yo, eso  era  totalmente  imposible.

Un olor nauseabundo empezó a colarse en el coche a través de los conductos de ventilación. Me dieron arcadas, que   intenté disimular por si,  por  una remota  casualidad, alguien que anduviera por ahí me viera hacer un gesto tan desagradable.Finalmente, tomé la decisión. El olor no cesaba y tuve que salir del coche en busca de  algún sitio en  que refugiarme.  Estaba bastante angustiado por esta idea; no me hacía ni un pelo de gracia. Anduve unos 200 metros hasta que hallé ante mí  una casa lo suficientemente grande como para ser confundida  con un hostal.

Me paré unos segundos, reflexioné y como siempre hacía, pensé, por lo que decidí que lo mejor sería no entrar.Busqué a mi alrededor  algún sitio cubierto  que no me obligara a  ir más allá  de los 157 metros y, que   estuviera obligatoriamente sin bichos. No podía soportar  pensar siquiera en la existencia de algún insecto volando -o lo que fuera que estuviera haciendo  ese cuerpo o esqueleto diminuto lleno de pelos -. Para colmo, de repente,  empezó a llover.  No es por exagerar, pero la lluvia estaba en el cuarto puesto de las cosas que me eran más irritantes y angustiosas: el contacto con el agua me producía arcadas, que  tendría que disimular.  El tercer puesto,  en cambio, lo ocupaban esos seres diminutos que me angustiaban tanto.Me callo el segundo puesto. El primero lo ocuparía la terrible decisión que sin darme cuenta, estaba a punto de tomar.

Tras  reflexionar de nuevo, decidí entrar en el caserón  pese a que careciera  de   ventanas por las que penetrara algo de luz.  No me costó entrar ya que la puerta estaba abierta. Dentro del edificio  empleé la luz de mi teléfono móvil, obviamente sin cobertura, puesto que si hubiera tenido cobertura, habría llamado a  alguna grúa para que me llevara a casa. El recibidor y el pasillo no parecían estar en mal estado, ni tampoco encontré insectos ni telarañas, por lo que me aventuré a seguir  adelante.  Andados unos 30 metros, encontré una habitación con una cama, y a causa de mi condición y un sueño prematuro, decidí  coger los periódicos que llevaba  en la mochila para así poder tumbarme sobre ellos y descansar. A pesar de  que pensar en mi mala suerte me mantuvo despierto una hora, al final el sueño me venció;  pero ¡qué rápido se pasa el tiempo cuando uno está dormido!:  parecía que habían transcurrido segundos cuando  me desperté a las 3.00


Bruscamente abrí los ojos, alterado por la sensación de alguna presencia dentro de la habitación, una presencia  muchísimo más grande que la de un bicho. Empecé a sudar e hiperventilar. Mientras miraba  las patas de hierro de la cama podía escuchar los latidos del corazón a una velocidad exorbitante, cada vez más fuertes, cada vez más angustiantes.

Esa presencia se hacía más grande, más cercana, más peligrosa. Entonces, como alma que lleva el diablo, me levanté y salí de la habitación dispuesto a huir de aquel lugar.  Esa cosa estaba detrás de mí y tampoco me atrevía a mirar hacia atrás. No cometería el mismo error que en primero de la ESO cuando unos de mi  clase me llamaron y tan pronto como me paré y miré, me lanzaron una mosca muerta. Empecé la cuenta  atrás  de los 30 metros que había recorrido para llegar a la habitación; al llegar al metro cero una intensa sensación de sofoco  y terrorse apoderó de mí  y me quedé paralizado por 34 milésimas de segundo. El recibidor no estaba... la puerta no estaba. Grité. Una sensación extraña recorrió mi cuerpo, e inmediatamente, pese  al irrefrenable  miedo que sentía ,seguí adelante, intentando escapar, ser libre.


Para cuando me di cuenta, el estado en el que se encontraba el edificio había cambiado drásticamente. Encontré paredes rotas, grietas, polvo, restos de papel en el suelo e incluso lo que parecían ser restos de uñas, haciendo de mí un ser  por el  que Dios no mostraba piedad. No veía el final del pasillo,  tenía que encontrar el final del pasillo y salir de ese lugar, o  de lo contrario, me iba a  estallar el corazón: no soportaba, no podía soportar lo que me estaba pasando.La angustia me dominaba.

A  los 20 metros de ese largo pasillo  contemplé una luz intensamente blanca que eclipsó todos mis sentidos  hasta entonces sumergidos en la oscuridad.  Me dirigí directamente hacia ella, sin pensarlo, me dirigí, sin pensarlo.

Habían recorrido  24 metros cuando observé que la luz era más grande, seguía hiperventilando y sentía una presencia justamente a mis espaldas.
Con el corazón a cien seguí corriendo hacia la luz, perdida la cuenta de los pasos que inevitablemente  contaba  siempre que estaba en algún lugar desconocido; seguí adelante.

El pasillo se estrechó, aparté las telarañas y seguí adelante, pasé por encima de un charco que tenía el agua embarrada  que  se metió  en mis zapatos;  seguí adelante mientras que los nervios me impulsaban a  morderme las uñas, llegando incluso a sangrar por los enormes trozos que me llegué a arrancar.

La luz brillaba, cada vez estaba más cerca, no me lo podía creer, por fin…. ¡POR FÍN!  Escuche una risa ahogada,  mas no me di cuenta de que había salido de  mis propios labios. Pasé de largo una habitación que se encontraba a  la izquierda de las destrozadas paredes del corredor, llenas de suciedad.  ¡Ah! exclamé. Y así es como  me di cuenta cuando me adentré en esa luz que cubrió todo. Solo me di cuenta en ese momento, y pensé que si no hubiera perdido esas 34 milésimas de segundo quizás hubiera seguido con vida, y puede que hubiera llamado a una grúa, y llegado a mi casa, en la cual lo primero que hubiera hecho hubiera sido meterme en la cama y cubrirme con las sábanas, excepto los pies; solo  hubieran bastado 34 milésimas de segundo  para llegar a la puerta trasera que daba al exterior, en cambio, en esas 34 milésimas   a esa cosa le dio tiempo a tomar el control sobre mi, por lo que mi conciencia  fue desapareciendo cada vez que me acercaba a la luz que mi propia mente había creado, una luz que reflejaba la distancia del fin de mi ser y el surgimiento de un nuevo ciclo en el que una bestia salvaje con un cuerpo inocente seguiría cometiendo atrocidades hasta el fin de sus días. Aguardaría  su padecimiento en esta misma casa  y en esa misma habitación donde yo dormí  tan despreocupadamente  y su espíritu, o cualquier cosa que fuera esa cosa que sentí, volvería a inclinar la balanza de la suerte, haciendo que otro joven, probablemente sin el síndrome de Asperger, cayera otra vez en su telaraña.




lunes, 26 de febrero de 2018

El espejo, de A.G.

Laura era una chica orgullosa, no muy buena amiga; le gustaba hacer bromas de muy mal gusto. Una chica con muy buen aspecto, pero con una extraña fijación con los espejos: no podía parar de mirarse en ellos.

Resultado de imagen de espejo rotoUn día como otro cualquiera, decidió retar a sus amigos y compañeros de instituto. Este reto consistía en visitar una casa que llevaba 43 años abandonada y en la que habían desaparecido varias personas.    Como toda casa abandonada, estaba muy deteriorada: la luz estaba cortada, la maleza crecía por doquier, sus muebles estaban empolvados, la madera carcomida, el tejado lleno de goteras...

Esa casa tenía dos plantas y un ático muy amplio, que estaba cerrado desde que se fueron los último inquilinos.El escenario era perfecto para la broma de Laura. Pensaba llegar antes  que sus víctimas para poder preparar cada detalle.
Ella llegó una hora antes. Fue colocando todas las trampas  por la planta baja, luego siguió con el piso superior: allí estaba cuando, de repente, al final del pasillo escuchó el rechinar de las ventanas  golpeadas  por el viento. Después vio un fugaz brillo por debajo de la puerta y decidió abrirla muy poco a poco. Según la abría, sintió un ligero cosquilleo en los pies, bajó la vista y de pronto, dos ratas salieron corriendo del cuarto oscuro. Soltó un grito agudo y saltó hacía atrás con pánico. La puerta acabó de abrirse produciendo un sonido terrorífico.

Controlando como pudo sus nervios, decidió entrar  despacio en la habitación del fondo y enseguida notó, por la decoración, que era la habitación de una niña: estaba llena de muñecas cubiertas de telarañas; un peluche, negro y carcomido por pequeños mordiscos de ratas,  estaba recostado sobre la vieja cama. Al fondo, había un gran espejo  luminoso  en el que Laura era incapaz de no mirarse.

Dejó todas sus cosas a un lado; solo le faltaba esa habitación por colocar las bromas. Sin pensarlo,  se acercó al espejo y empezó a posar frente a él. Repentinamente, empezó a sonar  el cuco de un anticuado reloj de pared.  Ya eran las 12; entonces Laura se giró hacia la puerta pensando que sus amigos habrían llegado ya.

Al volverse hacia el espejo, tanto Laura como la habitación se quedaron paralizados.Lo que Laura tenía enfrente era el espíritu de la niña que habitó en esa habitación hacía 55  años: estaba muy delgada, tenía el pelo largo y muy oscuro, las uñas desgarradas como si hubiera destrozado algo con ellas antes de morir. Empezó a abrir la boca y a hacer ruidos extraños.  Magenizandola con la mirada se apoderó  del alma  de Laura y la encerró  en el espejo.

La niña misteriosa  se asomó por la ventana y vio un grupo de amigos, los amigos de Laura que pronto pensaron que la broma consistía en dejarlos plantados  y se marcharon.  El fantasma de la niña  los vio marchar y miró hacia el espejo; con un joyero  macizo lo rompió dejando a Laura repartida en pequeños trozos de cristal. Solo si alguien los  recomponía  como si de un rompecabezas se tratara tendría la muchacha una oportunidad de volver a la vida;  quizá alguna vez alguien lo hiciera, pero era poco probable. Unos americanos ricos compraron la mansión y los trozos del cristal dispersos  acabaron  triturados  en un lejano vertedero de Dakota.

sábado, 24 de febrero de 2018

Un minuto: todo, nada... de M.P.



Tuve un sueño, que no era del todo un sueño
El brillante sol se apagaba, y los astros
vagaban apagándose por el espacio eterno,
Sin rayos, sin rutas, y la helada tierra
oscilaba ciega y oscureciéndose en el aire sin luna;
La mañana llegó, y se fue, y llegó, y no trajo consigo el día,
Y los hombres olvidaron sus pasiones ante el terror
de esta desolación; y todos los corazones
se congelaron en una plegaria egoísta por la luz

( Lord Byron)


Recuerdo que era jueves y que era invierno. Esa noche tuve un sueño que no era del todo un sueño. Como despierta un picotazo, así me despertó a mí un escalofrío súbito que me recorrió fulminante la espalda. Instintivamente me tapé la cabeza  con las mantas procurando que  ningún poro de mi piel quedase en contacto con el aire gélido de la habitación; de inmediato volví a cerrar los ojos con fuerza a ver si el calor de las sábanas me devolvía el sueño perdido. Llevaba un tiempo con dificultades para dormir más de cuatro horas y, una vez más, el insomnio se había aliado con el nihilismo más autodestructivo para hacer insoportable la última hora de la noche.

Observé de cerca el reloj de la mesilla. Las luces de LED indicaban las 6. 20. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me incorporé sobre los almohadones. Tras un tiempo de cavilaciones, decidí que era mejor salir de la cama pese al frío. Pulsé el interruptor de la luz una, dos, diez veces, pero no funcionaba.

Entonces me dirigí a tientas hacia la ventana; buscaba ,entre las tinieblas, la luz de las farolas que a aquellas horas de la noche deberían estar aún encendidas en la calle a la que daba mi cuarto. Durante el trayecto tropecé con algo que no conseguí distinguir. Al fin, llegué a la ventana o, mejor dicho, al lugar en que debería haber una ventana.


El miedo intentaba disuadirme de un pensamiento que cobraba fuerza en mi mente: no me encontraba en mi habitación. Sentí náuseas. Mis ojos intentaban adaptarse a aquella oscuridad, cuando, de pronto, escuché un sonido metálico. Una banda de luz cruzó la habitación. Provenía de una gran mirilla en forma de ojo sin párpado.


Me sentí totalmente desorientada. La puerta se abrió en medio del silencio y la mirada brillante y fría de un ojo me inmovilizó durante unos segundos, hasta que su dueña, si es que la tenía, la volvió a cerrar sin ruido alguno. La luz se esfumó dejándome otra vez sumida en la oscuridad de un cuarto que -ya estaba segura- no era el mío. Aquel ojo no me había mirado ni con odio ni con ningún otro sentimiento reconocible y eso era precisamente lo que me aterraba.


Permanecí paralizada durante algún tiempo hasta que conseguí reaccionar y comencé a golpear la puerta con furia. No sé cuánto tiempo arremetieron mi puños contra ella, pero sentía que mis nudillos ardían mientras el olor a sangre, a mi propia sangre, me invadía los sentidos en oleadas nauseabundas.


Comencé a aspirar con ansiedad el aire, como si alguien se lo estuviera llevando de la habitación. Me ahogaba, me ahogaba como un pez al que le han vaciado de agua la pecera. Movida por la desesperación, rodeé la habitación palpando las paredes con mis manos ensangrentadas, buscando una rendija, una grieta por donde respirar; buscando alguna manera de salir de aquel cuarto que- ya estaba segura de ello- no era mi cuarto. Escuché pasos y corrí hacia ellos, hacia la puerta, pero la oscuridad no me permitía distinguir nada; tropecé golpeándome la cabeza.


Desperté tumbada en una cama y cubierta de sudor. En aquel lugar ajeno, descubrí  una ventana. A mi izquierda, sobre una mesilla, brillaban las velas de un candelabro dorado  y barroco que iluminaba la habitación con luz vacilante. ¡Luz y aire! Por unos instantes sentí cómo el entusiasmo subía por mi garganta y acababa en un grito de júbilo como si mi plegaria por la luz y el aire  sí hubiera sido escuchada. Tras forcejear un rato, conseguí retirar el postigo  herrumbroso de la contraventana. Entonces descubrí con horror que tras aquel resguardo metálico no se encontraba ningún parque, ninguna calle, ninguna realidad, sino un boceto inacabado de  un paisaje de invierno.

No era posible. La negra quietud de aquellas ramas fantasmagóricas me aterrorizaba. La saliva me sabía a metal y a bilis. Podía escuchar cómo silbaba el aire tratando de entrar en mi pecho. Las luces de las velas eran cada vez más débiles  hasta que una a una acabaron extinguiéndose. De nuevo, la oscuridad.



En ese mismo instante, con los restos de humo aún huyendo de la velas, se abrió la puerta. Una figura difusa comenzó a acercarse. El horror paralizaba mis músculos. En aquella vaga silueta distinguí una enorme sonrisa que me permitía ver todos y cada uno de sus dientes. Tras aquella boca se encontraba la más absoluta oscuridad. A medida que se acercaba me parecía cada vez más inmensa. Podía notar cómo aquella oscuridad me borraba del mundo. Y entonces: la nada. La más aterradora nada. Miré a mi alrededor, pero solo encontré ausencia. Un lejano eco comenzó a sonar acercándose.Retumbaba cada vez más fuerte en mi cabeza. Era un sonido repetitivo y artificial: Pi-pi, pi-pi, pi-pi… Llegó a sonar con tal intensidad que comencé a retorcerme en el suelo mientras apretaba mis manos contra los oídos En mitad de aquel tormento, abrí los ojos. Me encontraba en mi habitación. Estaba jadeando. Una gota de sudor recorría mi cuello. Dirigí la mirada hacia el reloj de la mesilla… las 6,19. Recuerdo que era jueves y que era invierno. Probablemente me volví a quedar dormida hasta que me despertó un escalofrío súbito que me recorrió fulminante la espalda como un picotazo. Instintivamente me tapé la cabeza  con las mantas procurando que  ningún poro de mi piel quedase en contacto con el aire gélido de la habitación.




                                                                                                        M.P.

viernes, 23 de febrero de 2018

La ventana de la eternidad, de M.E.




Mystic castle in the night with moat
Cansada de la rutina, había  decidido cogerme una semana de vacaciones y hacer un viaje a Francia. Allí conseguiría encontrar la tranquilidad y la soledad que tanta falta me hacían. El pueblo al que me dirigía  contenía todo lo que buscaba. Había pasado algunos años de mi fría infancia allí, con mis abuelos, porque mis padres murieron en un extraño accidente, a la salida del pueblo, cuando yo tan solo tenía cuatro años. Mis abuelos intentaron quererme  como si fuesen mis padres, pero por algo que había dentro de mí o  tal vez  dentro de ellos  nunca los vi así y eso  hizo  que me sintiera ajena a la familia. Sin embargo, el pueblo seguía atrayéndome como un imán.

El  23 de febrero  fue  el día en que me dispuse a realizar  el deseado viaje; esperaba no olvidarme de nada  porque allí no había más que una tienda.  Lo malo era que al estar en plena montaña, no había cobertura; esperaba que no me  pasara ninguna historia rara como las que solía leer en las que una persona pasa por el monte y no se la vuelve a ver, al menos, en este mundo.


Me disponía a arrancar el coche cuando alguien  dio  un golpe en la ventanilla y me asustó. Era mi vecino; ese hombre  tenía problemas psicológicos desde que lo conocía. Era un hombre simpático y de apariencia tranquila, pero debió de consumir alguna sustancia que lo trastornó. No le quise  dar importancia, no creí  que lo hubiera hecho con mala intención. Solo habría querido saludar; sin embargo,  la aparición de aquel hombre siempre traía mala suerte y no solamente a mí.


En la carretera todo estaba tranquilo, no había tráfico, lo malo era que había una niebla espesa que me impedía ver claramente, pero si iba despacio no me pasaría nada. Tras horas de conducción por aquella carretera solitaria y llena de curvas, después de una cuesta pronunciada distinguí  a la luz de los focos un perro vagando por un lado del camino; decidí  parar para ver qué le ocurría al pobre animal. Salí del coche y  me aproximé al perro que ni se movió al sentir el haz de luz de mi linterna.  Parecía malherido; no había  querido tocarle de momento, pero me daba  pena porque daba la sensación de que había sido abandonado o maltratado. Lo toqué y él  respondió a mis caricias con pequeños lengüetazos; no parecía agresivo. Me decidí  a llevármelo; supuse  que me haría buena compañía y él agradecería que alguien lo hubiera  recogido.


Después de hacer varios kilómetros, tras una breve parada, giré a ver qué tal  iba Argos; había decidido ponerle ese nombre porque el perro que tenía en casa de mis abuelos cuando era pequeña, se llamaba así. En realidad, allí todos los perros se llamaban Argos. El perro se encontraba adormilado, con las heridas sangrando todavía; se las iba  a curar cuando llegáramos. Había hecho 250 kilómetros y ya faltaba  poco para llegar, pero noté  que el coche me estaba fallando; todo  había ido bien hasta entonces, pese a la niebla y la oscuridad del camino. No sabía qué le había podido pasar a los frenos. No respondían siempre. Menos mal que el pueblo estaba ya  a pocos kilómetros. Aparqué  junto a una fuente,  contra  un árbol  que recordaba de mi infancia y  entré en el pueblo con Argos en brazos .   Decidí alojarme  en una humilde posada en la que una mujer de  apariencia enfermiza me recibió  con una felicidad que no había visto nunca antes. Se veía que no solía  ir por allí  mucha gente. Después de hablar sobre lo ocurrido, me ofreció quedarme a dormir en una de las cabañas de su propiedad donde, dijo,  admitían animales. Me dio  una gasas y alcohol para curar las heridas de Argos a quien la buena señora no cayó en gracia. Yo, por el contrario, agradecida, le di  una propina y me dirigí  a la cabaña; ya era tarde y cada vez había más niebla. Me daba miedo el lugar; estaba en medio de   un bosque  que recordaba vagamente. Menos mal que Argos estaba conmigo. Aunque estuviera  malherido me transmitía tranquilidad el estar acompañada. No fue de una gran ayuda, sin embargo, para encontrar la cabaña; en cuanto lo ponía en el suelo para descansar,  se negaba a caminar. Tras quince  minutos, llegamos a la cabaña, que tenía la puerta abierta, tal y como me había dicho aquella buena mujer.


Decido investigar un poco el interior de la cabaña y me encuentro, sorprendentemente con unos cuadros en los que se pueden ver   retratos:   uno de la señora que me ha atendido antes en la posada y   otros muchos de hombres pálidos  como la cera. Alguno, incluso, me recuerda a mi abuelo, pero bueno, en los pueblos pequeños todo el mundo tiene un aire familiar.  Hay  algo  más raro aún en los retratos; noto que cada vez que me muevo parecen seguirme con la mirada; no me asusto, simplemente pienso que es porque estoy cansada. Apago las luces y me meto en la cama, dándole vueltas a lo ocurrido  y mirando los retratos cuyos ojos me observan ahora  con una mirada que brilla en la oscuridad.

He decidido tumbarme
sin quitarme la ropa, abrazada al bolso donde llevo un cuchillo, no por nada, sino porque no me gusta partir la carne con los dedos;  al cabo de  un momento escucho gemir a Argos y enciendo la luz; en el campanario de la iglesia suena la medianoche;  miro a todas partes y me doy cuenta de que en los cuadros ya no hay retratos; se ve el bosque a la luz de sucesivos relámpagos:  lo que me parecieron cuadros eran ventanas. Estoy inquieta; aun así decido levantarme e ir a mirar por ellas. Empiezo a escuchar pasos y me encuentro a un grupo de  bultos y sombras  humanas  armadas de un cuchillo y  destrozando a Argos que gime  débilmente. El corazón se me paraliza. Me ven y no solo ahora: me han estado observando desde que he entrado en  la cabaña a través de  los retratos, que no eran cuadros sino ventanas en las  que ellos estaban  inmóviles, al acecho, esperando la medianoche.  Quizá me hayan observado desde antes, desde mucho antes. Me rodean.  Uno me agarra  y  ya solo finjo resistir.

Pienso: este es  mi destino;  creía  hacer  hecho la primera buena acción de mi vida  recogiendo  a  un perro y en realidad  lo he  devuelto a los sombras de las que había escapado;  ahora  voy a morir  y  a pasar el resto de la eternidad asomada a una ventana esperando a  que algún  viajero  se quede mirándome como si  fuera un  retrato y  suenen las campanas de  la medianoche. 



martes, 20 de febrero de 2018

LA CABAÑA de N.T.



Yo tenía 14 años y mi hermana 12 cuando mis padres decidieron comprar una cabaña cerca de un bosque a un kilómetro de un hermoso lago, a las afuera de Tijuana. Como habíamos dejado a todos nuestros amigos atrás, olvidados, todo el día lo pasábamos dando vueltas por el campo: fue así como habíamos encontrado esa  vieja cabaña que decidimos convertir en nuestra guarida de secretos. El hecho es que con el tiempo empezamos a escuchar ruidos extraños y ajenos cuando entraba la noche; pero no le prestamos  atención ni le dimos importancia porque pensamos que era por lo viejo de la casa.

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Un día, mi hermana discutió muy fuerte con mis padres por lo que decidió fugarse de casa. Más tarde, mis padres me dijeron que no la encontraban, y me preguntaron si sabía adónde podía haber ido; así que yo les dije   que se había refugiado en la  cabaña. Dimos  ciento de vueltas entre  los árboles del bosque, pero no  encontramos la cabaña. Tuvimos unos cuantos sustos porque nos intentaron atacar unos lobos; pero afortunadamente, nos pudimos defender y seguir adelante con la búsqueda. Por más que  ellos y yo misma  buscamos y buscamos   nunca  dimos con la vieja cabaña adonde habíamos  ido tantas veces; al principio pensé que nos habríamos equivocado de camino y de lugar  por la oscuridad de la noche o por la niebla que se levantaba del lago; pero el camino y el lugar eran correctos; tuvimos que aceptar que  mi hermana y la cabaña habían desaparecido  misteriosamente.

Al cabo de  muchos días, desesperados,  decidimos volver a casa para asimilar  la tragedia y dejar el asunto en manos de la policía.
Al cabo de unos meses, decidí viajar por el mundo  siempre con la esperanza de que en algún lugar insospechado apareciera mi hermana; fui de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, hasta que una noche escuché una historia que terminó con mi búsqueda: se trataba de una hermosa muchacha que vivía en una vieja cabaña en un extraño bosque.










domingo, 4 de febrero de 2018

EL ACCIDENTE ( CUENTO GÓTICO) DE L.U.




Era una noche fría de enero de  1820. Una noche llena de niebla  y  de lluvia incesante;  una noche peligrosa a la vez que atractiva para salir. El peligro no frenó  a nadie para acudir al gran baile que se celebraba en el pueblo de Aberdeen. Era este  un baile muy importante  que reunía a los habitantes del valle y para el que todos se ponían sus mejores galas. Allí  se conocieron Fred y Jeanne. Fred era un chico muy simple, pero rebelde;  siempre intentaba ser diferente a los demás, siempre luchaba  por los ideales e intentaba conocerse a sí mismo. Al igual que Jeanne era  muy independiente y  creía  en el amor verdadero. Los jóvenes  acudieron solos al baile. Fred, tan pronto como vio a Jeanne, pensó que era la chica más bonita de todo el baile. Pasaron   las horas  juntos, comiendo, bebiendo y bailando.  Sobre las doce, Jeanne le pidió a Fred que la llevara a casa ya que, camino del baile,  a causa de un despiste, había sufrido un accidente y el coche había quedado empotrado contra un árbol No podía volver andando con ese tiempo. Él aceptó con la excusa de que también tenía que volver a casa.


Después de un largo camino por Brady Road, una  terrible tormenta se les echó  encima  y decidieron detener el coche y  refugiarse en el primer lugar que encontraran. Entre la niebla vieron un cementerio en el que se situaba una pequeña iglesia a la que hacía  siglos que nadie entraba. Carecía de cristales en las ventanas, pero todavía había partes del techo y muros  intactos. Decidieron pasar la noche allí. Pero antes él le tendió una guirnalda que había cogido del baile y ella la aceptó  colocándosela en la melena.

Al entrar, como estaba oscuro como boca de lobo, anduvieron a tientas hasta que encontraron un banco en el que sentarse en el piso de abajo: la iglesia estaba formada por dos  pisos.  Era un lugar  seco  y polvoriento en el que ,al menos podrían estar a salvo del diluvio que iba a caer del cielo. Estiraron las piernas, se arrebujaron en las mantas que habían traído sacado del maletero y se pusieron cómodos con el propósito de dormir.

Pero ninguno iba a poder conciliar el sueño Sería la una cuando oyeron pasos en el piso de arriba. Parecía que hubiera varias personas corriendo de acá para allá. Cuando Fred gritó “¿Quién está ahí?”, los pasos cesaron. Entonces escucharon un grito de mujer. El grito se transformó en un gemido y dejó de oírse. Por las grietas del techo de la nave  donde Fred y Jeanne se acurrucaban empezó a manar una sustancia pegajosa y dulzona: era sangre. En el piso de arriba la puerta se cerró de un portazo y la mujer volvió a gritar “¡A mí no!”, parecía que estuviera huyendo del diablo. Desde abajo se oía el golpeteo de sus altos tacones. “¡Te agarré!”, vociferó un hombre, y el techo vibró como si la hubiera atrapado haciéndola caer sobre el suelo de madera carcomida. Los dos, intrigados a la par que aterrorizados se mantuvieron quietos y  en silencio. No se oyó ningún ruido hasta que el hombre que había gritado comenzó a reírse. La iglesia se llenó de prolongadas y espantosas carcajadas que continuaron y continuaron hasta que los dos pensaron que iban a volverse locos.  
 
Cuando por fin cesaron las risas, Fred y Jeanne oyeron a alguien bajar por una escalera; arrastraba algo pesado que golpeaba en cada escalón. Le oyeron llevarlo  por el pasillo y sacarlo por la puerta de entrada. La puerta se abrió y después se cerró con gran estrépito. De nuevo, silencio. Varios rayos repentinos inundaron la iglesia de un gran resplandor. Y entonces, un rostro horroroso apareció en el pasillo y se quedó contemplando a Fred fijamente. En ese momento se dio cuenta de que Jeanne había desaparecido. En seguida, varios rayos y truenos hicieron que retumbara el edificio  y alumbraron de nuevo  la nave . Fred  se dio cuenta, paralizado por el el pánico, de que no estaba solo: había siluetas sentadas en casi todos los bancos. Tenían las cabezas inclinadas como si rezaran y todos vestían de blanco. “Deben ser fantasmas cubiertos con sus mortajas; han debido de venir del cementerio.” pensó presa de un escalofrío  Fred salió corriendo por el pasillo tan rápido como pudo, tropezándose con aquel hombre que lo contemplaba.

Consiguió huir con  la imagen de Jeanne clavada en su cerebro: ¿Dónde estaría, dónde?  Pese a la tormenta,  llegó al  coche y arrancó de inmediato. Decidió seguir la carretera de Brady Road. Condujo tan rápido como le permitía el viento que bamboleaba el coche y la lluvia que hacía patinar sus ruedas. Fue dejando a un lado y otro  bosques impenetrables azotados por la lluvia y el viento. La soledad era absoluta por aquellos caminos. Ni rastro de Jeanne. Al girar en una curva vio que, un poco más adelante, había habido un accidente de automóvil. Un coche había chocado contra un árbol Cuando Fred llegó al coche pudo ver a una persona atrapada en su interior, incrustada contra la barra de dirección. Era Jeanne y en su cabello llevaba la guirnalda que él le acababa de regalar.

L.U.



martes, 16 de enero de 2018

FELIZ, QUIEN COMO ULISES , de M.C


¡Feliz quien, como Ulises, ha navegado días enteros,
dentro de un barco lleno de leales marineros!
¡Feliz quien, como Ulises, ha arribado a su patria añorada
después de vencer al Cíclope y  la furia de viejo Poseidón!

¿Cuando volveré  yo a  ver  los nobles árboles
que crecían al borde de la acera  y los rincones estrechos
de la pequeña casa donde jugaba inocentemente al escondite?
¿Cuando escucharé  otra vez el sonido tintineante
de las campanas de la iglesia?

Amo más estar entre  mis paredes de blanco  gotelé
que entre  las paredes lujosas de esta mansión.
Amo más los sonidos nocturnos
de mi casa, que el silencio de esta otra
que me envuelve  y que me asfixia.


M.C

viernes, 12 de enero de 2018

Soneto XXXI. de G.U.



¡Feliz quien, como Ulises, ha sobrevivido a las sirenas
y a las trampas del grandioso Poseidón,
y ha regresado luego, sin perder la esperanza
de recuperar a su amada y estrecharla entre sus brazos!

¿Cuándo volveré a ver, ay, de mi pequeño pueblo
la flores desaparecer en aquel río?
y ¿qué será de aquel banco que  guarda nuestros
último recuerdos  de una noche plena, que no se deben olvidar?

Extraño más aquella lluvia que mojaba mis pies
que este falso sol que alumbra lo que quiere;
más la música llena de recuerdos
que la amargura de esa melodía llena de falsas esperanzas.

Más ese frágil  caserío hecho pedazos
que esas casas construidas hasta el mínimo detalle
y sin significado.


                                             G.U.





martes, 19 de diciembre de 2017

Oda a mis orígenes, de M.P.





¡Desdichado quien, como Eneas,
tuvo que emprender un viaje sin retorno
no como aquel que tras vencer a Polifemo
regresa en plena gloria a su amada patria!

¿Cuándo  avivaré  el recuerdo de aquel azahar
que al marcharme comenzaba a  echar raíces ?
¿Cuándo dejaré de caminar sobre el hormigón
que ahoga  todo sueño y toda lucha?

¿Amo más lo artificioso de la luces de neón
que la cálida lumbre de los astros?
¿Más que la blanda niebla  amo la negra humareda?

¿Más el duro asfalto que la espesa hierba?
¿Amo más la mentalidad geométrica de la urbe
que la sinuosa naturalidad de mi tierra?









                             

Nostalgia del hogar lejano



¡Feliz quien, como Mary Shelley,  viajó por Europa
igual que aquel que escribiera Don Juan
y regresó  después,  más sabia y más discreta, 
a  escuchar   a su padre y  a escribir sobre el mal!

¿Cuándo volveré a ver  del fascinante horizonte
mi casal en el centro  y qué estación será 
cuando a lo lejos vea dibujarse los robles 
que tantos recuerdos   han sabido guardar?

Amo más  esta paz  ordinaria
que el gentío que grita 
y no sabe escuchar.
Amo más esta  luz solitaria
que   el brillo mentido
de  la cara ciudad.






SONETO XXXI, de L.U.




¡Feliz quien, como Ulises, ha vencido a Escila
entre costas llenas de sacrificios
y ha regresado, evitando tentaciones, a Ítaca,
a los brazos de su mujer  y  a la sombra de su hijo!

¿ Cuándo volveré a ver, ay, por mi ventana
el sol entrar y despertar, y qué día será
cuando vuelva a sentarme en aquel banco
donde me sentí un día  tan libre?

Amo más mi casa en mitad del silencio
que este ático con vistas a la Gran Vía,
más que las sábanas de seda, los edredones de plumas,

más mi pequeño rincón que este gran caos,
más mi pequeña  habitación que  el  vestidor donde me pierdo
y más que el ruido del caos, el sonido de mi mente.

                                                L.U.



Nostalgia de mi rincón, de J.M.




Nostalgia de mi rincón

Dichoso aquel que, como Ulises, ha recorrido
 un camino y ha descubierto nuevas tierras
volviendo a su morada con ricos conocimientos
y  ganas de abrazar a su gente hasta el final de sus días.

¿Quién sabrá cómo estará mi pueblo
con sus frías callejuelas y qué hará
que vuelva a ver el rincón acogedor
donde solía pasar las frescas tardes
pintando junto al fuego?

Deseo más mi cama mullida y cálida
que las sábanas de seda gélidas y solitarias,
más el olor a pan recién hecho
que  los mejores manjares del mundo.

Añoro más los lápices recién estrenados
que las plumas con su tinta goteando
y el susurro de mi Nervión entre sus piedras
que el gemido del océano sin fin.


lunes, 4 de diciembre de 2017

Odio, de A.P.

Odio


El odio es un mensaje
de una persona especial
a quien tratas de olvidar.


El odio es la rapidez de la patrulla policial
al ver jóvenes fumando
y la lentitud de los mismos
al explicar que te están  maltratando.


El odio son los gritos
de discusiones mañaneras
provocados por vecinos
que te despiertan
de mala manera.


El odio es levantarte cada día
lamentando tu existencia
ya que, por mucho que le repliques
la vida no tendrá clemencia.

                               A.P.



miércoles, 29 de noviembre de 2017

Odio, de Hara-Kiri

Odio


Odio son los momentos
           en los que mi madre entra
              y cotillea sin mi permiso
                         las cosas de mi dormitorio.


Odio son los momentos
                   en los que leo apasionadamente
        y la historia  termina 
                        en la parte más interesante.


Odio son los momentos
           en que  la gente mantiene 
           una larga conversación 
en la cocina
                           gritando con la boca llena
        de comida.


Odio son los momentos
         en que la vecina de arriba
                   pone la música a tal volumen
                          que empiezo a golpear el techo
        a ver si se entera
             de que yo tengo
             que estudiar 
                           para un examen.   



martes, 28 de noviembre de 2017

Odio, de E.P.



Odio

El odio...ese sentimiento
que pocos conocen
y muchos mencionan,
desentendiéndose del significado
de la palabra nombrada.

El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con las guerras masivas
que acaban con nuestro mundo
incinerando la dicha humana.

El odio son las cosas
que sientes tan adentro
cuando ves a alguien sufrir,
y, al mismo tiempo,
no puedes actuar para impedirlo.

El odio son las cosas
que te gustaría hacer
para evitar tales crueldades
vistas a  diario en televisión
sin poder intervenir.

Sensación incómoda en tu interior,
que agita todas y cada una 
de tus entrañas.
¡Oh odio! ¿por qué 
tan impotente y doloroso?


                                                              E.P.