La ilusión más temible de la escritura es la que consiste en hacerte creer que puede abolir el espacio, y también el tiempo, volver a hacer presente lo que no está, o alcanzable lo que se ha perdido para siempre. Creo que cedí a esa tentación.TEODOR CERIC "Jardines en tiempos de guerra". Crear un blog literario es algo más humilde, pero tiene las mismas pretensiones imposibles.
viernes, 23 de febrero de 2018
La ventana de la eternidad, de M.E.
Cansada de la rutina, había decidido cogerme una semana de vacaciones y hacer un viaje a Francia. Allí conseguiría encontrar la tranquilidad y la soledad que tanta falta me hacían. El pueblo al que me dirigía contenía todo lo que buscaba. Había pasado algunos años de mi fría infancia allí, con mis abuelos, porque mis padres murieron en un extraño accidente, a la salida del pueblo, cuando yo tan solo tenía cuatro años. Mis abuelos intentaron quererme como si fuesen mis padres, pero por algo que había dentro de mí o tal vez dentro de ellos nunca los vi así y eso hizo que me sintiera ajena a la familia. Sin embargo, el pueblo seguía atrayéndome como un imán.
El 23 de febrero fue el día en que me dispuse a realizar el deseado viaje; esperaba no olvidarme de nada porque allí no había más que una tienda. Lo malo era que al estar en plena montaña, no había cobertura; esperaba que no me pasara ninguna historia rara como las que solía leer en las que una persona pasa por el monte y no se la vuelve a ver, al menos, en este mundo.
Me disponía a arrancar el coche cuando alguien dio un golpe en la ventanilla y me asustó. Era mi vecino; ese hombre tenía problemas psicológicos desde que lo conocía. Era un hombre simpático y de apariencia tranquila, pero debió de consumir alguna sustancia que lo trastornó. No le quise dar importancia, no creí que lo hubiera hecho con mala intención. Solo habría querido saludar; sin embargo, la aparición de aquel hombre siempre traía mala suerte y no solamente a mí.
En la carretera todo estaba tranquilo, no había tráfico, lo malo era que había una niebla espesa que me impedía ver claramente, pero si iba despacio no me pasaría nada. Tras horas de conducción por aquella carretera solitaria y llena de curvas, después de una cuesta pronunciada distinguí a la luz de los focos un perro vagando por un lado del camino; decidí parar para ver qué le ocurría al pobre animal. Salí del coche y me aproximé al perro que ni se movió al sentir el haz de luz de mi linterna. Parecía malherido; no había querido tocarle de momento, pero me daba pena porque daba la sensación de que había sido abandonado o maltratado. Lo toqué y él respondió a mis caricias con pequeños lengüetazos; no parecía agresivo. Me decidí a llevármelo; supuse que me haría buena compañía y él agradecería que alguien lo hubiera recogido.
Después de hacer varios kilómetros, tras una breve parada, giré a ver qué tal iba Argos; había decidido ponerle ese nombre porque el perro que tenía en casa de mis abuelos cuando era pequeña, se llamaba así. En realidad, allí todos los perros se llamaban Argos. El perro se encontraba adormilado, con las heridas sangrando todavía; se las iba a curar cuando llegáramos. Había hecho 250 kilómetros y ya faltaba poco para llegar, pero noté que el coche me estaba fallando; todo había ido bien hasta entonces, pese a la niebla y la oscuridad del camino. No sabía qué le había podido pasar a los frenos. No respondían siempre. Menos mal que el pueblo estaba ya a pocos kilómetros. Aparqué junto a una fuente, contra un árbol que recordaba de mi infancia y entré en el pueblo con Argos en brazos . Decidí alojarme en una humilde posada en la que una mujer de apariencia enfermiza me recibió con una felicidad que no había visto nunca antes. Se veía que no solía ir por allí mucha gente. Después de hablar sobre lo ocurrido, me ofreció quedarme a dormir en una de las cabañas de su propiedad donde, dijo, admitían animales. Me dio una gasas y alcohol para curar las heridas de Argos a quien la buena señora no cayó en gracia. Yo, por el contrario, agradecida, le di una propina y me dirigí a la cabaña; ya era tarde y cada vez había más niebla. Me daba miedo el lugar; estaba en medio de un bosque que recordaba vagamente. Menos mal que Argos estaba conmigo. Aunque estuviera malherido me transmitía tranquilidad el estar acompañada. No fue de una gran ayuda, sin embargo, para encontrar la cabaña; en cuanto lo ponía en el suelo para descansar, se negaba a caminar. Tras quince minutos, llegamos a la cabaña, que tenía la puerta abierta, tal y como me había dicho aquella buena mujer.
Decido investigar un poco el interior de la cabaña y me encuentro, sorprendentemente con unos cuadros en los que se pueden ver retratos: uno de la señora que me ha atendido antes en la posada y otros muchos de hombres pálidos como la cera. Alguno, incluso, me recuerda a mi abuelo, pero bueno, en los pueblos pequeños todo el mundo tiene un aire familiar. Hay algo más raro aún en los retratos; noto que cada vez que me muevo parecen seguirme con la mirada; no me asusto, simplemente pienso que es porque estoy cansada. Apago las luces y me meto en la cama, dándole vueltas a lo ocurrido y mirando los retratos cuyos ojos me observan ahora con una mirada que brilla en la oscuridad.
He decidido tumbarme sin quitarme la ropa, abrazada al bolso donde llevo un cuchillo, no por nada, sino porque no me gusta partir la carne con los dedos; al cabo de un momento escucho gemir a Argos y enciendo la luz; en el campanario de la iglesia suena la medianoche; miro a todas partes y me doy cuenta de que en los cuadros ya no hay retratos; se ve el bosque a la luz de sucesivos relámpagos: lo que me parecieron cuadros eran ventanas. Estoy inquieta; aun así decido levantarme e ir a mirar por ellas. Empiezo a escuchar pasos y me encuentro a un grupo de bultos y sombras humanas armadas de un cuchillo y destrozando a Argos que gime débilmente. El corazón se me paraliza. Me ven y no solo ahora: me han estado observando desde que he entrado en la cabaña a través de los retratos, que no eran cuadros sino ventanas en las que ellos estaban inmóviles, al acecho, esperando la medianoche. Quizá me hayan observado desde antes, desde mucho antes. Me rodean. Uno me agarra y ya solo finjo resistir.
Pienso: este es mi destino; creía hacer hecho la primera buena acción de mi vida recogiendo a un perro y en realidad lo he devuelto a los sombras de las que había escapado; ahora voy a morir y a pasar el resto de la eternidad asomada a una ventana esperando a que algún viajero se quede mirándome como si fuera un retrato y suenen las campanas de la medianoche.
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