Hacía tiempo que un novela no me pegaba un bofetón semejante. La leí con el corazón en un puño, con la conciencia de que existen infiernos que solo se pueden narrar si se han visitado, si se ha vivido y casi muerto en ellos. La emoción me llevó a querer tener algún día delante, en carne y hueso a Fernando Marías. Doble puñetazo: murió el 5 de febrero, hace unas semanas; fue otro sobrecogimiento. Leeré de nuevo la novela, sé que ahora de otra manera, rastreando en ella el final del propio autor.
Fernando realiza en Arde este libro uno de los ajustes de cuentas con sus propias culpas más sincero y arrasador de los que he leído nunca. Intenta entender a la mujer que amó durante más de veinte años, y que murió completamente alcoholizada, por una adicción en la que la inició él. Estremece ese historia de amor que estrecha el alcohol y es destruida por él. Enternece ese esfuerzo de Fernando Marías por hacerle "una casa de papel" a la mujer que amó y a la que apenas conoció o conoció de una manera difícilmente verbalizable. Verónica no deja de ser un ser nebuloso que provoca en nosotros una indecible angustia de vida fracasada, vacía, sin propósito, sin asideros, desarraigada. Los muertos no pueden replicar, ni aclarar, sin desmentir, ni dar a conocer aquello que los demás no percibieron en su vida. Gran tragedia la de darse cuenta de que no se hizo lo suficiente por descubrir los deseos, los miedos, las aspiraciones, los temores de alguien a quien quisimos, pero no lo suficiente para indagarlos. A mí me queda la sensación de que amar así es amar insuficientemente. El propio autor se da cuenta de que el fondo sus proyectos estuvieron siempre por delante, en la errónea creencia, tan común a muchos hombres, de que el proyecto de ella...era él.
Por otra parte la devastación del alcoholismo está dibujada con maestría estremecedora, así como el ambiente del Madrid de los 80, el prodigioso Madrid de los 80 donde esa vida al filo de la muerte era un juego de jóvenes que se creían inmortales, de jóvenes que sentían que con ellos empezaba otro mundo, otro país, otra historia. Es un bonito ejercicio de nostalgía leer la novela en el propio Madrid, recorriendo las calles de la pareja "feliz". Quizá el mejor lugar para releerla sea la estación de Chamartín, leer allí la lacerante escena de despedida.
Si no han leído aún esta novela, léanla, léanla, porque pocas como ella tocan tan a fondo la fibra de nuestra vulnerabilidad.