domingo, 7 de julio de 2019

ORGULLO Y PREJUICIO, DE JANE AUSTEN

Orgullo y prejuicio narra la historia de los  Bennet, una familia de la clase media agraria inglesa  compuesta  por el matrimonio Bennet  y cinco hijas en edad “de merecer”: Jane, Elizabeth, Mary, Kitty y Lydia.  La ley discrimina en la herencia la descendencia femenina; por lo tanto, las posesiones de los Bennet, entre ellas la propiedad de Longbourn,pasarán al pariente masculino  más cercano una vez muera el señor Bennet. Dicho pariente es el señor Collins.

Como para  tantas familias de la época, el peligro de que las hijas caigan en la miseria, hace de un buen matrimonio una necesidad perentoria. La versión descarnada de esa necesidad está representada por la señora Bennet, que se lanza sin rubor alguno y sin sentido del ridículo a la caza de los candidatos para  yernos en cuanto tiene noticia de ellos. El padre vive el asunto con apatía, como quien espera que los problemas se solucionen por sí mismos. Las dos hijas mayores, Jane y Elizabeth, aun comprendiendo la necesidad para su supervivencia de encontrar marido, no están dispuesta a sacrificar  su dignidad, ni a  contraer un  matrimonio que no responda a sus sentimientos y su libertad individual, indisoluble, de todos modos, de su lucha por no descender socialmente. Las otras tres hijas reflejan el romanticismo alocado de funestas consecuencias. Con estos presupuestos, la novela analiza las vicisitudes de las relaciones  de Elizabeth y Darcy, y de Jane y Binglay, sometidos a la tensión de una inclinaciones amorosas que  chocan contra   diferencias de clase.  Eso son los dos ejes de la novela sobre los que pivotan los demás hilos argumentales. 

Con tales mimbres, Jane Austen podría haber tejido una novela convencional en que dos guapas damiselas ascienden socialmente gracias a una calculadora  administración del amor que provocan en dos hombres y una férrea  contención emocional.  Sin embargo, la autora crea un microcosmo convincente que no encubre las tensiones sociales a las que están sometidas las mujeres, pero destaca el papel activo de estas en el único asunto en que la sociedad les ha dicho que les va la vida. Especialmente, esta autoconciencia de su situación es profunda en Elizabeth. La joven conquista a Darcy precisamente por su independencia de criterio, en modo alguno por su sumisión. Austen nos ofrece el despliegue de la introspección del mundo de Elizabeth y de Darcy como escenarios de dos individuos que quieren ejercer un control sobre sus vidas y  evitar las equivocaciones  morales que pueden acarrear el orgullo y el prejuicio, tanto personal como de clase.

Austen consigue que su novela sea como una  partitura en que ningún instrumento emite  estridencias, ni siquiera  en los momentos cómicos y paródicos, y todos cooperan en una pieza llena de mesurada ironía y  profunda comprensión de las pulsiones humanas.  Por lo demás, la captación del microcosmo familiar y de este inserto en la Inglaterra agraria es genial, convincente e inolvidable. Quizá los caballeros de Austen sea demasiado caballeros para nuestra credulidad; sin embargo, la autora,  en esos hombres, no solo describe lo que ve, sino que propone un prototipo emocional de hombre más cercano a las aspiraciones de las mujeres. Lo cual es totalmente lícito, habida cuenta de que la literatura escrita por hombres está plagada de prototipos femeninos  moldeados  en función de expectativas masculinas.

Les recomiendo vivamente esta lectura para el verano; a  veces es bueno tomarse unas vacaciones de nuestra época y viajar a otros territorios temporales salvados por la literatura.

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