No hará ni un par de meses que una buena amiga me recomendaba  encarecidamente El mundo de ayer,  un extenso libro de memorias de Stefan Zweig.  Antes de hacerme con él, leí varias novelas cortas del autor, algunas estupendas como Amok o Historia de un ocaso, otras fallidas, como Ardiente Secreto   o  El amor de Erika Ewald. Con estas impresiones  encontradas,  abrí  las memorias de Zweig.  Fueron dos  días de lectura solo interrumpida por  las  imprescindibles horas de sueño.  La fluidez, la transparencia  y la elegancia  del estilo  de Zweig hacen que el  lector se deslice placenteramente  por sus páginas  como un  patinador   sobre una  pista  limpia y pulida. No puede negarse que Zweig aviva el interés del lector sin descanso   y  lo  cautiva  con  su  gran poder de evocación del pasado, casi como si hubiera hecho un sortilegio. Para hacer su crítica hay que esperar a  salir de su zona de encantamiento.
 
Stefan Zweig nació en 1881 en Viena, por entonces capital del Imperio austohúngaro.  Modelo del judío europeo culto y cosmopolita, no tuvo nunca problemas económicos salvo en la época de la inflación de la posguerra en Austria, entre 1919 y 1922. Quizá esta posición  acomodada desde la que contempló  el mundo condicionara excesivamente su  mirada sobre él.  En todo caso,  hay que tenerla en cuenta para entender el punto de vista desde el que narra,  porque, a cierta altura, algunas  personas y algunas  cosas  se ven muy pequeñas o,  simplemente, no se ven y otras, por el contrario, ocupan mucho espacio.  Sus padres, dueños de una próspera  fábrica textil, no lo presionaron  nunca para que realizara un trabajo burgués; de hecho, había estudiado  Filosofía  solamente para  que su familia pudiera presumir de tener un “doctor” en casa. Desde los 19 años  se dedicó en cuerpo y alma a aquello que eligió libremente: viajar, leer, traducir,  formarse como escritor, publicar, trabar amistades en los círculos intelectuales de diferentes ciudades europeas... La lista de los intelectuales a los que trató  a lo largo de su vida es formidable:  Hugo von Hofmannsthal, Rainer Maria Rilke, Theodor Herzl, Rudolf Steiner, Emile Verhaeren, Auguste Rodin, Luigi Pirandello, Romain Rolland, James Joyce, Walther Rathenau, Maxim Gorki, Benedetto Croce, Paul Valéry, Thomas Mann, Richard Strauss, Béla Bartók, Richard Wagner, André Gide, Bernard Shaw, H. G. Wells, Sigmund Freud... No es de extrañar que apreciara hasta tal punto la libertad individual y  la Europa sin fronteras de las que él  disfrutaría cabalmente durante años y años. Resulta excesivo,  sin embargo,  que creyera que la libertad individual  y la entrega de la vida al conocimiento y al disfrute de la cultura europea fuera un hecho real  para la mayoría de los europeos. Es ese mundo  "libre" y "culto" al que Sefan Zweig llama  "el mundo de ayer", un mundo  por el que siente una profunda nostalgia cuando lo mira desde su destierro y quizá con la decisión ya tomada de suicidarse.
 
El mundo de ayer  comienza por dar noticia de la familia del autor y del  lugar  social que ocupa en Viena. Pasa después a los años escolares. En ellos descubrimos el  triste anquilosamiento del  sistema educativo  frente a la efervescencia y luminosidad de la cultura vienesa  fuera de sus muros. En Viena se respiraba música, opera, literatura. El adolescente Stefan se forma en tertulias  cuyo afán de conocimiento y descubrimiento cultural es asombroso. Entre los 10 y los 18 años  Zweig había leído más que un europeo medio en toda su vida.También es entonces cuando empieza  a escribir y publicar. En esa atmósfera cultural oxigenada vive  una sociedad burguesa que confía  en un futuro de progreso sin sobresaltos pues su  máximo valor es la seguridad; según el autor,  en el mundo de sus padres y también en el  de su adoslescencia, cada uno  sabía  más o menos qué iba a ser de él desde que nacía,  la sociedad  cambiaba lentamente y  aunque  había  conflictos cada cierto tiempo, estos solían resolverse pronto; por lo demás, se enteraban de ellos  por los periódicos que leían tranquilamente en sus cafés sin imaginar que  alguna vez pudieran tocar de cerca  sus vidas cotidianas. En ese mundo estable que nos traza el autor  las  clases sociales vivían  en una armonía francamente difícil  de creer y que los historiadores desmienten. Cierto que Zweig anota la irrupción del proletariado en la política, pero nada dice de las condiciones materiales en las que vivía éste  ni  la relación que  tenía su explotación   con la prosperidad de la burguesía y, por tanto, con  la suya propia.
"De por sí, Viena era, por su tradición secular, una ciudad claramente estratificada y, a la vez, como escribí en cierta ocasión, maravillosamente orquestada. La batuta seguía en manos de la casa imperial. El castillo imperial era el centro de la supranacionalidad de la monarquía, y no sólo en el sentido del espacio sino también de la cultura. Alrededor del castillo, los palacios de la alta nobleza austríaca, polaca, checa y húngara formaban una especie de segunda muralla. A continuación estaba la "buena sociedad", integrada por la nobleza inferior, el alto funcionario, la industria y las "viejas familias" y luego, por debajo, la pequeña burguesía y el proletariado. [...] Las masas, que durante decenios habían cedido calladas y dóciles el dominio a la burguesía liberal, de repente se agitaron, se organizaron y exigieron sus derechos. Precisamente en la última década, la política irrumpió con ráfagas bruscas y violentas en la calma de la vida plácida y holgada. El nuevo siglo exigía un nuevo orden, una nueva era."
Tampoco parece haber en aquella Viena imperial grandes tensiones por motivos religiosos: los judíos viven confiados entre católicos sin que  Zweig  perciba en toda su dimensión  el enraizado antisemitismo europeo que no se le escapó, por ejemplo, a Marcel Proust.  Solamente se queja el escritor de la estrecha e hipócrita moral sexual de la época, de la prevalencia de los viejos sobre los jóvenes. No es de extrañar que tantas novelas de Zweig giren  en torno a la sexualidad y que acogiera con tanto entusiasmo el psicoanálisis de su compatriota Freud. Había muchos problemas en el mundo, pero  parece ser que éste era el que le tocaba más de cerca. En el mismo sentido, pasa  por alto las tensiones entre los distintos territorios del Imperio austrohúngaro. De creer a Zweig los deseos de los nacionalistas checos, húngaros, serbios... eran asuntos anecdóticos  y reinaba entre ellos y la metrópoli austriaca el aprecio mutuo y la armonía. Es más, en ningún momento vislumbra que parte de la riqueza de Viena pueda deberse al expolio de otros pueblos.  
Sin duda alguna Zweig era un individuo tolerante, amigable y generoso, pero  hizo una transposición excesiva  de los estados emocionales de una parte de la sociedad al conjunto de ella,  a su país y a  Europa. Es el problema de la sinécdoque de toda autobiografía: se toma una  parte por el todo. No sorprende, por tanto,  que  allí donde más a gusto se sintiera, después de Viena, fuera en el París de la Belle Époque  (1872-1914). Digamos que era un París donde parecían cumplirse  los ideales de la democracia  liberal: apenas había discriminación    por cuestiones de edad, de raza, de sexo y de religión. París era la ciudad del laissez-faire y de la tolerancia, del individualismo creador, de la camaradería, del cosmopolitismo, del Arte y de la Técnica,  de la juventud rebelde, de la modernidad... Es la parte más brillante de la autobiografía: tan enamorado está Zweig de esta ciudad que es imposible no enamorarse con él.  
Hacia 1913, Zweig se va dando cuenta, sin embargo,  de que las brillantes  y multicolores luces de la Europa del Progreso empiezan a  fundirse. De manera muy hábil nos va trasmitiendo el nacimiento de sus angustias y la ceguera colectiva que parece acompañar a estos indicios. Sin embargo, buscando las causas de esos cambios terribles que asoman el hocico,  Zweig solo ve  una lucha muy freudiana entre los instintos irracionales, azuzados, eso sí, por una poderosa propaganda y la razón ilustrada, que tiene muchos menos propagadores. Sin embargo,  por mucho tiempo creyó Zweig que la razón ilustrada triunfaría. Entre los momentos de narración más brillantes está aquel en que recibió la noticia  del asesinato del heredero de la corona austriaca, Francisco Fernando de Austria y su esposa, lo que se conoce como el atentado de Sarajevo. Tampoco comprendió Zweig el alcance  internacional del acontecimiento  e hizo  una lectura local y casi costumbrista. Quizá a ningún contemporáneo le es dado percibir el alcance de un hecho y algo de ello dice el propio Zweig. Es también  brillante su descripción del inicial  fervor bélico en la  Viena de 1914  cuando su postura antibelicista era muy minoritaria, casi inexistente. Zweig participará en la guerra como archivero, un puesto donde, sin ser un desertor, evitaba verter sangre, aunque  conocerá el frente  como corresponsal de un periódico. Su postura, pacifista  y supranacional, solo encuentra eco en un pequeño  círculo  de intelectuales que conoce   en la ciudad suiza de Zúrich, adonde acaba trasladándose hasta el fin del conflicto. 
Acabada la guerra, Zweig decidirá vivir con su mujer Frederike en su casa de Saltzburgo, muy cerca de la frontera alemana y a unos pasos de la casa de un personaje a quien,  al principio, no prestará ninguna atención: Adolf Hiltler.  Allí va a conocer por primera vez la inestabilidad económica severa, cuando el valor  del dinero oscile monstruosamente de un minuto al otro; fue  la época de la superinflación que duró tres años en Austria.  Su descripción debería ser de obligada lectura en las clases de Historia. Como les ocurre a otros autores,  Zweig  se vuelve mucho más profundo cuando vive en carne propia la desgracia colectiva. Después  de estos años de penuria,  Zweig tuvo la ilusión de que su mundo podría reconstruirse. La década de los años veinte avanza dominada por un deseo frenético de olvidar la Gran Guerra: son los "felices" años veinte. Es también la década en que  Zweig se convierte en  un autor de éxito y de prestigio. Sin embargo, otra vez  van  a pasar sin  rozarlo  acontecimientos determinantes como el Crac de 1929; incluso el inicio de la Guerra Civil Española, siete años más tarde, no suscitará en él gran interés. Será  sobre todo la extensión del Nazismo y el ascenso de Hitler  el que empezará a inquietarlo, sobre todo, cuando lo alcanzan a él en primera persona. Abandonó Austria para siempre en 1934  con lo que evitó lo peor; sin embargo, acabó engrosando la lista de autores judíos  proscritos y sus libros fueron quemados, hecho que lo conmocionó profundamente. También se van a resentir sus relaciones  con algunos amigos, que le pedían una rechazo público del Nazismo y lo consideraban demasiado ambiguo. En todo caso,  en su autobiografía parece chocante su amistad con el músico del régimen nazi, Richard Strauss. Para Zweig, como ya he dicho antes,  el triunfo del Nazismo era sobre todo el triunfo de las fuerzas oscuras, del instinto, del Tánatos del que hablaba Freud. Cierto que se daba cuenta de que  los escuadrones de fascistas  disponían de un material y una organización que delataban que había grandes capitalistas detrás, pero nunca ahondó  en esta pista, indispensable para entender el Fascismo como reacción del Capitalismo, al menos en parte,a los movimientos de masas obreras. 
Es en Londres donde vivirá  Zweig los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial. Es allí  donde se produce el desgarro: ya no es un viajero libre; es un refugiado político, un apátrida. No solo Europa no es el hogar común de los europeos sino que Austria ha dejado de ser el suyo para siempre. Cuando pone rumbo a América el ánimo de Zweig ya parece roto. Es en ese momento cuando empieza la redacción de  esta autobiografía a la que se entregó  frenéticamente. Pocos meses después de acabarla, se suicidó  en la ciudad brasileña de Petrópolis junto a su segunda esposa. Era el  22 de febrero de 1942. Se ha especulado mucho sobre los motivos que lo llevaron al suicidio. En mi opinión,  el contraste entre lo que fue su ayer y lo que era su presente  debió de  ser brutal. Se hundía un mundo del que Zweig  había obtenido lo mejor que podía dar; lo que le esperaba nunca podría alcanzar ni remotamente lo que había vivido. El mismo lo dice en la nota que dejó escrita antes de suicidarse: con 60 años no se sentía con fuerzas para un nuevo comienzo.Este paso del todo a la nada ya lo noveló en Historia de un acoso, novela corta que les recomiendo vivamente.
Para concluir: El mundo de ayer es un  testimonio  de gran interés  y brillantemente  escrito. Sin embargo, algo torturado había en  Europa que Zweig no alcanzó a percibir y Kafka, otro escritor  judío del imperio austrohúngaro, también  de lengua alemana y nacido dos años después que él,  sí percibió en obras como La condena (1912),  La Metamorfosis (1913) o  El proceso (1925). Nada más interesante que alternar la lectura de estos dos escritores para entender un poco mejor  el mundo de ayer y, también, el de hoy.
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