Durante cinco años leí muchas novelas policiacas, género que entonces me gustaba mucho, y al que ahora acudo de tarde en tarde cuando quiero evadirme y reconfortarme con la idea, más bien ficticia, de que los delincuentes, sobre todo los que tienen connivencia con el poder económico, judicial y político, no son siempre los que ganan la partida . La novela de Carmen Mola tiene un planteamiento que hubiera permitido desenmascarar lo que se esconde tras las caras sonrientes y los discursos prefabricados de una parte de esas élites que sabemos corruptas y sin escrúpulos y en cuyas formas de diversión entran la violación de menores, la pedofilia o el sadismo. El tipo de apuestas y divertimentos de los ricos que nos presenta la novela, tan parecidos al de los patricios romanos en sus siglos de decadencia, no tienen nada de inverosímiles. El planteamiento de la novela daba mucha cancha a la autora, pero ha tirado casi todas las pelotas fuera.
Lo peor que le puede pasar a un escritor de novela policiaca es que teja una trama llena de agujeros y de remiendos para tapar torpemente imprevistos. Carmen Mola pierde la verosimilitud en muchos momentos, algunos clamorosos. Elena Ferrante es jefa de una unidad de policía porque la autora nos lo dice así, pero no porque se porte como tal. En un momento nos aclara el narrador que Blanco solo sabía como escapar en la oscuridad por lo que había visto en las películas… Eso en una unidad de élite a la que se le supone preparada para cualquier actuación.
La construcción de lo personajes no es mejor que la de trama. Construir un personaje no es solo darles un estado civil, que tópicamente suele ser el de solteros o divorciados, o darles aficiones llamativas para un policía, pongamos hacer karaoke en un bar de la calle Huertas, o darles algún vicio secreto que los martirice, como la ludopatía de Orduño. Eso son recursos que hay que saber manejar, pero que si no están insertos en una verdadera complejidad del personaje son pegotes. Los personajes de “La red púrpura son esquemáticos, borrosos, intercambiables. Tampoco logra la autora crear una dinámica interesante en las relaciones entre ellos; incluso las relaciones sexuales entre Chasca y Zárate, por poner un ejemplo, son de un topicazo indigerible. Igual de torpe es en la creación del ambiente de la comisaría o de la ciudad por más que la autora nos lleve de aquí a allá por tascas , vinotecas o cafeterías madrileños con los que se podría hacer una ruta turística.
El ritmo de la novela es irregular: hay momentos totalmente intrascendentes que ocupan mucho espacio y otros, fundamentales, que se despachan en pocas líneas. Salvo en contadas ocasiones, Carmen Mora no es capaz de crear suspense, y eso, en una novela policiaca, es un pecado imperdonable. La intriga sobre quién es el jefe supremo de la red desfallece una y otra vez. Por lo demás, la sombra de ese personaje no es alargada, no la presentimos detrás de los acontecimientos, como si no operara, aunque luego se nos diga que lo controlaba todo. Cuando descubrimos quién es, cosa que muchos lectores harán mucho antes del desenlace, la decepción es grande. Sacarse un carta de la manga es propia de jugadores tramposos. Para acabar, las escenas de violencia extrema revuelven el estómago y angustian, pero su razón narrativa se pierde cuando se repiten y se amplifican porque no se sabe hacer narrativamente algo mejor.
Como pueden deducir, no les recomiendo esta novela. La primera que escribió Carmen Mola es, según he leído, mucho mejor que la segunda. Quiero creer que la autora se ha precipitado apremiada a publicar de nuevo tras el éxito de “La novia gitana”. Pese a tanto desperfecto, estoy segura de que la escritora tiene talento suficiente para ofrecernos una narración más inteligentemente tramada que “La red púrpura”.