Los autores que han escrito sus memorias lo han hecho, generalmente, o en su madurez, o en sus últimos años de existencia. Sorprenden, por tanto, estas memorias, en una escritora que anda por los 30 años. Cierto que hay muchos individuos que a sus 30 años poco tienen que contar; no es el caso de Aixa de la Cruz. Treinta años son muchos en función de cómo se viva y la capacidad de análisis e introspección del autor o autora. Sin lugar a dudas, en toda memoria hay una reelaboración de los recuerdos que ya la acercan a la ficción, por no hablar de lo que directamente es ficción, haya sido esta introducida con plena conciencia o no. No se da en la obra, sin embargo, el juego evidente de la autoficción, tan de moda últimamente, y que ya cansa.
El libro es un torrente de ideas y de experiencias, un intento de explicarse a sí misma en ese momento de entrada en la madurez que culturalmente señala esa edad; por ello, tiene también mucho de novela de aprendizaje: la protagonista quiere conocerse a sí misma para poder seguir por el camino de la vida mejor equipada. En su autoanálisis, la autora no es complaciente consigo misma y es crítica con las ideas mismas que en un momento pensó que formaban parte de su identidad.
Aixa de la Cruz es representante, además, de esos jóvenes para quienes los proyectos que tuvieron sus padres para ellos ya no les sirven. Vemos a una generación de deambulantes, sin casa propia, con matrimonios frágiles, con vocaciones indecisas o carentes de ellas; una generación que piensa que lo que uno no haga por sí mismo no lo va a hacer nadie más por él. En las relaciones hombre-mujer, la visión no es de un feminismo fosilizado. El feminismo aparece como un modo de pensar y actuar que debe someterse a sí mismo a una concienzuda autocrítica. También revisa Aixa de la Cruz el concepto literatura masculina canónica occidental como modelo en el que se ha obligado a escribir a las escritoras, haciéndolas eternamente unas imitadoras que no encuentran su propia voz.
En su desarrollo la novela se encuadra entre dos catástrofe: la primera, el accidente que pudo costar la vida a una de las amigas de la protagonista y el último, el juicio por violación a La manada. Entre uno y otro, asistimos a batallas íntimas de la adolescencia, a un matrimonio fracasado que le permitió, sin embargo, descubrir México, y curarse del eurocentrismo, a las contradicciones, ambivalencias y traiciones de las relaciones sexuales, a las relaciones con su madre y, con quien ella llama, “biopadre”, las relaciones con su propio cuerpo…
Las memorias no siguen un orden cronológico: en realidad, se pueden leer como uno de esos paseos que hacía la protagonista por Sevilla sin plan predeterminado: iba por una calle, torcía por un callejón, hacía círculos en una plaza, repetía calle, pasaba otra vez por un pequeño tramo de otra, volvía al punto de partida, cruzaba por tercera vez una calle... Su estructura temporal también tiene esa forma de deambulación, de itinerancia sin orden.
La obra arrastra, se lee de un tirón, como si fuera imposible resistir al empuje que la misma autora experimentó al escribirla.