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sábado, 6 de abril de 2019

14 de julio, de Éric Vuillard

La Revolución francesa vuelve a interesar a escritores y cineastas franceses. Estos días se estrena en España Un pueblo y su rey, de Pierre Schoeller; Tusquets editores acaba de publicar 14 de julio, de Éric Vuillard, quien en 2017 recibió en Francia por esta obra el premio Goncourt. 
El título ya nos sugiere que no se va a tratar de una crónica de la Revolución francesa, sino que se va a centrar en esa fecha y el acontecimiento, la toma de la Bastilla, que se considera un acto fundacional y altamente simbólico. La novedad es que Eric Vuillard prescinde de los grandes nombres de  la Historia  y responde al reto de narrar los hechos mostrando al pueblo de París, a las gentes anónimas, como los verdaderos protagonistas de esos acontecimientos. Algo que consigue, en mi opinión, con un éxito relativo. 

La novela o docuficción, sin embargo, no se abre con los acontecimientos del 14 de julio, sino con  la jornada del 23 de abril de 1789. Todo un acierto, porque a partir de ahí podrá ir creando un in crescendo apasionante.  Los ánimos del pueblo estaban caldeados por muchos motivos: la hambruna subsiguiente a malas cosechas, el encarecimiento y la especulación, con el pan, la deuda nacional que se hacía recaer sobre sus hombros, las noticias de la desfachatez del lujo y las fiestas en Versalles, la asfixia de los impuestos... ; en estas a Jean-Baptiste Réveillon, fabricante de papeles pintados, no se le ocurre otra que anunciar que bajará el sueldo a sus trescientos empleados, dado que, según él, les sobraba salario y se lo gastaban en vinazo. Una muchedumbre enfurecida asalta y destruye su palacete, una folie, como dicen los franceses, en que se reunía  lo más caprichoso, exquisito y exclusivo  que podía proporcionar el dinero a un rico para el que el dinero es una forma de luchar contra el tedio. Eric Vuillon dota a esta escena de  un dinamismo extraordinario, esforzándose en que no veamos una muchedumbre sino a individuos  enardecidos que ven cómo su ira, sumándose, forma un oleaje imparable. La represión ordenada por el rey  dejará muchos cadáveres y de nuevo, Vuillard se esfuerza en sacarlos de su anonimato.

Pasan los días y la tensión va en aumento, la calles de París, sus tabernas, sus comercios, sus casas oscuras están en ebullición, y el lector, por momentos,  parece estar asistiendo en primera persona a estas manifestaciones llenas de vida, de rabia y de determinación.  Vuillard se delecta escribiendo los nombres, los oficios, los orígenes de esas gentes, hombres, mujeres y niños. Al principio lo hará sin avasallar con listados. Y en esto llega la noche del 13 al 14 de julio en la que París no duerme,  dominada por el miedo y la determinación de actuar si las tropas reales atacan la ciudad. Es la noche más larga y otra vez el lector siente que forma parte de esos círculos que se forman en las callejas, en las puertas de las tabernas, en los portales, de ventana a ventana… Éric Vuillard reconstruye la atmósfera con la ventaja de que él sabe, frente a quienes la vivieron, que era la víspera de una gran acontecimiento histórico.  Hecha la luz, llegado el 14 de julio, los parisinos se comportan como un flujo y reflujo que acude y abandona los alrededores de la Bastilla, después de haber asaltado  el Hôtel des Invalides, museos y  teatros  para conseguir armas y haber convertido en armas patas de sillas, palos, cuchillos de cocina… Es  cuando llega el asalto a la Bastilla el momento en que  la novela empieza a hacer aguas: Éric Vuillard se empeña tanto en ofrecer los nombres de los participantes en el asalto, en anotar su momento de gloria individual, que las enumeraciones rompen el dinamismo de la acción, la dispersan, la  reducen a la insipidez de los catálogos. Tanto se empeña en narrar en una línea cada una de esas  pequeñas acciones  individuales que contribuyeron a que cayera la Bastilla que la escena se convierte en un galimatías. El autor fracasa en su intento de mostrarnos la acción colectiva como la articulación caótica y azarosa de acciones individuales. Estas páginas son tediosas con sus enumeraciones, con sus cambios de foco de un individuo a otro. Pese a todo ninguno de esos individuos  no se nos vuelve concreto  por el hecho de que el autor  les ponga un nombre y apellido, y se  diga su oficio o un par de rasgos físicos.  Es una pena esa parte emborronada de hilos revueltos porque,  hasta la toma de la Bastilla, precisamente,   la novela hacía esperar un final glorioso… en el sentido literario. Otra vez será.