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sábado, 24 de febrero de 2018

Un minuto: todo, nada... de M.P.



Tuve un sueño, que no era del todo un sueño
El brillante sol se apagaba, y los astros
vagaban apagándose por el espacio eterno,
Sin rayos, sin rutas, y la helada tierra
oscilaba ciega y oscureciéndose en el aire sin luna;
La mañana llegó, y se fue, y llegó, y no trajo consigo el día,
Y los hombres olvidaron sus pasiones ante el terror
de esta desolación; y todos los corazones
se congelaron en una plegaria egoísta por la luz

( Lord Byron)


Recuerdo que era jueves y que era invierno. Esa noche tuve un sueño que no era del todo un sueño. Como despierta un picotazo, así me despertó a mí un escalofrío súbito que me recorrió fulminante la espalda. Instintivamente me tapé la cabeza  con las mantas procurando que  ningún poro de mi piel quedase en contacto con el aire gélido de la habitación; de inmediato volví a cerrar los ojos con fuerza a ver si el calor de las sábanas me devolvía el sueño perdido. Llevaba un tiempo con dificultades para dormir más de cuatro horas y, una vez más, el insomnio se había aliado con el nihilismo más autodestructivo para hacer insoportable la última hora de la noche.

Observé de cerca el reloj de la mesilla. Las luces de LED indicaban las 6. 20. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me incorporé sobre los almohadones. Tras un tiempo de cavilaciones, decidí que era mejor salir de la cama pese al frío. Pulsé el interruptor de la luz una, dos, diez veces, pero no funcionaba.

Entonces me dirigí a tientas hacia la ventana; buscaba ,entre las tinieblas, la luz de las farolas que a aquellas horas de la noche deberían estar aún encendidas en la calle a la que daba mi cuarto. Durante el trayecto tropecé con algo que no conseguí distinguir. Al fin, llegué a la ventana o, mejor dicho, al lugar en que debería haber una ventana.


El miedo intentaba disuadirme de un pensamiento que cobraba fuerza en mi mente: no me encontraba en mi habitación. Sentí náuseas. Mis ojos intentaban adaptarse a aquella oscuridad, cuando, de pronto, escuché un sonido metálico. Una banda de luz cruzó la habitación. Provenía de una gran mirilla en forma de ojo sin párpado.


Me sentí totalmente desorientada. La puerta se abrió en medio del silencio y la mirada brillante y fría de un ojo me inmovilizó durante unos segundos, hasta que su dueña, si es que la tenía, la volvió a cerrar sin ruido alguno. La luz se esfumó dejándome otra vez sumida en la oscuridad de un cuarto que -ya estaba segura- no era el mío. Aquel ojo no me había mirado ni con odio ni con ningún otro sentimiento reconocible y eso era precisamente lo que me aterraba.


Permanecí paralizada durante algún tiempo hasta que conseguí reaccionar y comencé a golpear la puerta con furia. No sé cuánto tiempo arremetieron mi puños contra ella, pero sentía que mis nudillos ardían mientras el olor a sangre, a mi propia sangre, me invadía los sentidos en oleadas nauseabundas.


Comencé a aspirar con ansiedad el aire, como si alguien se lo estuviera llevando de la habitación. Me ahogaba, me ahogaba como un pez al que le han vaciado de agua la pecera. Movida por la desesperación, rodeé la habitación palpando las paredes con mis manos ensangrentadas, buscando una rendija, una grieta por donde respirar; buscando alguna manera de salir de aquel cuarto que- ya estaba segura de ello- no era mi cuarto. Escuché pasos y corrí hacia ellos, hacia la puerta, pero la oscuridad no me permitía distinguir nada; tropecé golpeándome la cabeza.


Desperté tumbada en una cama y cubierta de sudor. En aquel lugar ajeno, descubrí  una ventana. A mi izquierda, sobre una mesilla, brillaban las velas de un candelabro dorado  y barroco que iluminaba la habitación con luz vacilante. ¡Luz y aire! Por unos instantes sentí cómo el entusiasmo subía por mi garganta y acababa en un grito de júbilo como si mi plegaria por la luz y el aire  sí hubiera sido escuchada. Tras forcejear un rato, conseguí retirar el postigo  herrumbroso de la contraventana. Entonces descubrí con horror que tras aquel resguardo metálico no se encontraba ningún parque, ninguna calle, ninguna realidad, sino un boceto inacabado de  un paisaje de invierno.

No era posible. La negra quietud de aquellas ramas fantasmagóricas me aterrorizaba. La saliva me sabía a metal y a bilis. Podía escuchar cómo silbaba el aire tratando de entrar en mi pecho. Las luces de las velas eran cada vez más débiles  hasta que una a una acabaron extinguiéndose. De nuevo, la oscuridad.



En ese mismo instante, con los restos de humo aún huyendo de la velas, se abrió la puerta. Una figura difusa comenzó a acercarse. El horror paralizaba mis músculos. En aquella vaga silueta distinguí una enorme sonrisa que me permitía ver todos y cada uno de sus dientes. Tras aquella boca se encontraba la más absoluta oscuridad. A medida que se acercaba me parecía cada vez más inmensa. Podía notar cómo aquella oscuridad me borraba del mundo. Y entonces: la nada. La más aterradora nada. Miré a mi alrededor, pero solo encontré ausencia. Un lejano eco comenzó a sonar acercándose.Retumbaba cada vez más fuerte en mi cabeza. Era un sonido repetitivo y artificial: Pi-pi, pi-pi, pi-pi… Llegó a sonar con tal intensidad que comencé a retorcerme en el suelo mientras apretaba mis manos contra los oídos En mitad de aquel tormento, abrí los ojos. Me encontraba en mi habitación. Estaba jadeando. Una gota de sudor recorría mi cuello. Dirigí la mirada hacia el reloj de la mesilla… las 6,19. Recuerdo que era jueves y que era invierno. Probablemente me volví a quedar dormida hasta que me despertó un escalofrío súbito que me recorrió fulminante la espalda como un picotazo. Instintivamente me tapé la cabeza  con las mantas procurando que  ningún poro de mi piel quedase en contacto con el aire gélido de la habitación.




                                                                                                        M.P.

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