No es la primera vez que me pasa: no tener noticia alguna de un autor hasta encontrar su nombre en un manual de Literatura. Así me sucedió con W. Somerset Maugham. Lo incluí de inmediato en esa larga lista de propósitos que bien podría llamarse la lista interminable. Elegí como primer bocado El filo de la navaja. Esta novela atrapó de inmediato mi curiosidad por la forma de retratar la Europa de Entreguerras, tan diferente a la de Hemingway, de quien acababa de leer París era una fiesta y Adiós a las armas. Me sorprendió el contraste de estilos y de visiones sobre un mismo lugar en los mismos años. Frente al estilo escueto y a la visión renovada que ofrece Hemingway, Somerset Maugham tiene una cremosidad decimonónica que me dejó totalmente desconcertada.Por lo demás, sus personajes no parecen haber pasado realmente por la Gran Guerra; digo realmente porque el tema está presente en la obra, pero no acaba de transformar a los personajes en profundidad, ni siquiera al protagonista "rebelde" y "anticonvencional". Tampoco la Crisis del 29 supone ningún cambio de calado: es solo una variación en las Bolsas que, como en un casino, ha hecho que el dinero circule de unos bolsillos a otras, y punto. Somerset Maugham se resiste a abandonar el salón acolchado en que la burguesía de la Belle Époque disfrutaba de un mundo delicatessen, ese mundo de ayer que fue el mejor de los mundos para autores como Stefan Zweig.
No me apresuré a leer una segunda novela de Maugham, aunque tampoco taché su nombre de la lista interminable. Volví a él sugestionada por el título de otra de sus novelas, Un extraño en París. Como al personaje de la novela, a muchos nos arrastra a esta ciudad un imaginario estereotipado, alimentado por la literatura, el cine, la moda, la historia... París mantiene su poder de evocación, haciéndonos a algunos un poco papanatas. El protagonista de la novela, Charles Mason, va en busca de un París bohemio donde vivir alguna aventurilla de riesgos controlados, y va en busca del París cultureta de los museos y los conciertos de música clásica. Claro, si fuera esto lo que hubiera encontrado, no habría novela o tendría que haberla escrito Georges Perec. La historia tramada por Maugham, un condensador de tópicos como he visto pocos, transcurre en cinco días de la época navideña: del 23 al 27 de diciembre, de algún año de los felices 20 del siglo XX. Son las vacaciones de un joven burgués de 23 años a quienes sus padres le sugieren pasar una Navidad diferente a la hogareña. Ni siquiera es una iniciativa del muchacho: va con el aval paterno. El joven tiene que iniciarse sexualmente y los padres, burgueses tolerantes y modernos, prefieren que sea con el glamour de una aventura parisina a que lo sea en un burdel inglés, más funcional y gris. Como París es París, esperan que el niño repase las lecciones sobre Arte que un día le dieron en el Louvre y deleite su espíritu con buena música. Un pack de viaje envuelto en celofán.
Dos personajes van a impedir que París sea una fiesta para Charles: Olga, una prostituta rusa, y Simon, un joven huérfano que recibió la caridad de la familia de Charles y que, como personaje zolesco, no puede superar su mala entraña heredada. Los fallos de la novela, que son garrafales, se evidencian en la creación de los personajes. Pongamos la atención sobre Charles y su increíble familia y sigamos con los demás.
La familia Mason
¿Creen ustedes en la familia perfecta?, afino más, ¿creen ustedes en la familia perfecta de burgueses ricos? ¿Se les hace difícil imaginarla? Si la imaginación no les llega, lean esta novela de Maugham. ¿Discusiones matrimoniales? Ninguna. ¿Tensiones entre padres e hijos? Ninguna. ¿Tensiones entre hermanos? Ninguna. ¿Consciencia de explotar a los trabajadores? No. ¿Problemas con alguna amistad? No. ¿Secretos familiares? Ninguno. ¿Problemas económicos? Ninguno. ¿Avergonzados de su pasado? No. ¿Preocupados por el futuro? No.
Los Mason son amantes del arte, pero sin extravagancias. Cultivan el talento artístico de sus hijos, pero comedidamente. No le impiden a su hijo dedicarse al arte, pero le convencen de su mediocridad. Charles podría vivir de las rentas, pero le inculcan la moral protestante del trabajo, que Charles hará sin pasión, pero sin desagrado. ¿El sexo? Un asunto que se trata civilizadamente. ¿El matrimonio? Una necesidad social que es un éxito si uno es razonable. Entonces, ¿qué perturba la diáfana vida del bondadoso Charles?: darse cuenta, ¡oh sorpresa!, de que su forma de vida, contrariamente al imperativo kantiano, no es universal. No, "Charles, no, -le vendrá a decir Olga- todo el mundo no vive como tú y ni siquiera toda la literatura que has leído, recomendada por tus vigilantes padres, te ha permitido darte cuenta de una verdad tan conocida por el común de los mortales". El personaje de Charles es lo que en literatura se llama un estereotipo: nace de una pieza y así chocamos de cabeza con él a lo largo de la novela. Maugham nos engaña cuando dice que esos cinco días en París han cambiado a Charles, a no ser que cambiar signifique registrar mentalmente que no todo el mundo comparte sus privilegios, y que esos privilegios hacen su vida burguesa algo más monótona que la de muchos de aquellos que no los tienen.
Olga
Olga, la princesa rusa que ni es princesa ni se llama Olga, va a ser la acompañante de Charles durante esos días navideños. Claro que Olga no puede ser una prostituta como tantas otras cuyo nombre se confundiría en la niebla de los recuerdos. La tal Olga, cuyo nombre real es Lydia, tiene una historia de personaje ruso. Maugham nos ha querido hacer aquí un remedo de la Katia de Resurrección o de la Sofía de Crimen y Castigo. Maughan trasplanta a París esa alma rusa entregada a un sacrificio purificador, con lo que produce una impresión constante de falsificación, de copia averiada, de pretensión fallida. Olga es una parodia involuntaria de Sofía o Katia. Esa mezcla de ser pobre, intelectualmente débil, pero de un alma pura y grande llega a una caricatura de difícil digestión. La ignorante Lydia, por lo demás, es capaz de sentir el arte (la música, la pintura) en una dimensión espiritual intuitiva que retoma ideas románticas caducas. Por si esto fuera poco, la pobre Lydia es también víctima, como la Lara de El Doctor Zhivago, de los bolcheviques. Aquí Maugham se despacha ideológicamente a gusto. Lo peor de todo es que, en todo momento, Lydia parece el ventrílocuo del autor: por su garganta surge un análisis de un bodegón en el Louvre; con ella hace un análisis de la música rusa; con ella expone sus ideas políticas; con ella hablan personajes literarias prestados...
Por otra parte, Olga, esa cenicienta que se purifica en el fango, encuentra un príncipe azul parisino. Se casa con un joven encantador de la pequeña burguesía francesa, nacida de glorias pasadas. Como Maugham eleva a sus personajes a categoría de prototipos, mucho me temo que en este individuo psicopático haya también un contenido, un aviso contra la pequeña burguesía, que con el vientre lleno, solo puede aficionarse a actividades delictivas por entretenimiento. Ya se sabe que el aburrimiento crea más monstruos que los sueños de la Razón.
Simon
Acabemos con Simon, la joya de la novela. Simon es un joven que en su niñez fue acogido caritativamente por la familia de Charles. Con él, cumplían con su cuota de caridad social. Nadie lo quería en la familia salvo Charles, que en su inmensa bondad, lo consideraba su amigo; al acoger a Simon la familia Mason cometió un grave error: la moraleja es esa de "Cría cuervos..." Simon está en París en el momento en que Charles va allí a pasar esos cinco días navideños. Simon representa al proletariado, en un principio, y a los revolucionarios profesionales, después. Ni que decir tiene que es un monstruo. Se está preparando para ser la sombra de algún líder carismático que maneje a las masas como a borregos. Simon se prepara para ser el dirigente del aparato represivo de una futura dictadura. En ese ser todopoderoso en la sombra ve el desarrollo de toda su potencialidad personal. Pese a ello, Charles no puede retirarle su amistad, mostrando la peligrosa confianza de la burguesía.
Como se ve por lo dicho, el autor cae en la simplificación de la realidad y en un maniqueísmo impropios de un escritor que se respete. Puede tanto en él la intención ideológica que se retrotrae a esas formas maniqueas de las novelas de tesis y ni siquiera tiene la pasión de los culebrones. Además, en la novela, los personajes no hacen otra cosa que discursear, ese error contra el que advertía Henry James. Esa tendencia a encasquetar al lector largos discursos ideológicos ya era notoria en El filo de la navaja, solo que esa novela tenía otras cualidades que la salvaban. En un extraño en París no hay contrapesos a esa tendencia, y la novela se hunde.
Mi conclusión es evidente: si apuntan esta novela en su lista interminable, que sea a la cola. Como venía a decir el escritor portugués, Gonçalo Tavares, aquel que lee libros malos piensa que es inmortal. Es una idea de la que estoy cada vez más convencida.
Sigo, como lo expresé. Agradezco tus líneas, Squirrel, porque Salter, en su libro sobre la novela, lo nombraba como interesante, y tu disección deja en claro que podría convertirse en un bodrio. Por eso, por no estar convencido y tu parecer, no lo bajé en versión digital. Como dijo Gonzalo Tavares 'si leemos libros malos, es que debemos pensar que somos inmortales'.
ResponderEliminarUn abrazo.
Hola,Marcelo. La verdad es que esta novela fue una enorme decepción. La había propuesto yo misma para una tertulia literaria en Bilbao y empecé la presentación pidiendo disculpas. No sé si Salter se detiene a explicar por qué le parece interesante esta novela. Quizá atienda a otros criterios; si algún día la lees, me gustaría conocer tu valoración. Un saludo.
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