viernes, 24 de noviembre de 2017

Odio, de N.T.





Odio

El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con la gente que lleva sueltos
los perros 
por la calle.


El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con la gente falsa
que decepciona.


El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con la persona que quieres
y te hace daño.


El odio son las cosas
que te gustaría hacer
con la gente que dice
cosas sin sentido.


El odio son las cosas 
que te gustaría hacer
con la persona que inventó
el sistema educativo
de hoy en día.

                                      N.T.

El ODIO 2.0, poema de Kixo




Odio


El odio es el momento
en que una mujer te cuenta
cómo violaron
 a su hija
entre tres.


El odio es todo aquello
que reproduce
las relaciones
de poder.
y te anulan, en este caso,
por ser mujer.


El odio es el poder,
las violaciones, la falta de interés.
La muertes por hambre
y por sed.


El odio nos puede parecer
por nuestra  forma
de ser,
todo aquello
que no nos da placer.


Por eso me parece
que el odio es
no saber distinguir
entre el mal y el bien.
Por eso es difícil
combatir contra él.

                                                   Kixo





Odio, de A. G.




Odio


El odio son las cosas
que te gustaría hacer
a esas personas
en que confías,
pero te terminan
fallando.


El odio son las cosas
que te gustaría hacer
cuando el amor
no te corresponde.


El odio son las cosas
que te gustaría hacer
a ese dichoso
vecino
que te despierta 
a la una de la mañana
con sus gritos
y portazos.

El odio son las cosas
que te gustaría hacer
a toda esa gente
que no te deja
expresar
tus sentimientos.

El odio son las cosas
que te gustaría hacer
a toda esa gente
que se burla 
y se ríe
de ti.

                                            A. G.

jueves, 23 de noviembre de 2017

Odio, poema de I. P.




Odio

Odio a mi vecina,
la de arriba
que tiene complejo
de bailaora.

Odio a las inquilinas
del 3ºB 
que cada vez que me ven
me ametrallan
con preguntas privadas.

Odio a ese hombre 
del bar
que cada vez que me habla
tiene tendencia
a agarrarme del brazo.


Odio la sonrisa
falsa
que las dependientas ponen
cuando entro en una tienda,
como si en cualquier
momento
se les fuera a saltar un empaste.


Odio a esa chica 
del tren
que me mira como si quisiera
agujerearme
la nuca.



viernes, 17 de noviembre de 2017

EL MUNDO DE AYER; MEMORÍAS DE UN EUROPEO; DE STEFAN ZWEIG



No hará ni un par de meses que una buena amiga me recomendaba  encarecidamente El mundo de ayerun extenso libro de memorias de Stefan Zweig. Antes de hacerme con él, leí varias novelas cortas del autor, algunas estupendas como Amok o Historia de un ocaso, otras fallidas, como Ardiente Secreto   o  El amor de Erika Ewald. Con estas impresiones  encontradas,  abrí  las memorias de Zweig.  Fueron dos  días de lectura solo interrumpida por  las imprescindibles horas de sueño.  La fluidez, la transparencia  y la elegancia del estilo  de Zweig hacen que el  lector se deslice placenteramente  por sus páginas  como un patinador sobre una  pista  limpia y pulida. No puede negarse que Zweig aviva el interés del lector sin descanso   y  lo  cautiva  con  su  gran poder de evocación del pasado, casi como si hubiera hecho un sortilegio. Para hacer su crítica hay que esperar a salir de su zona de encantamiento.

Stefan Zweig nació en 1881 en Viena, por entonces capital del Imperio austohúngaro.  Modelo del judío europeo culto y cosmopolita, no tuvo nunca problemas económicos salvo en la época de la inflación de la posguerra en Austria, entre 1919 y 1922. Quizá esta posición  acomodada desde la que contempló  el mundo condicionara excesivamente su  mirada sobre él.  En todo caso,  hay que tenerla en cuenta para entender el punto de vista desde el que narra,  porque, a cierta altura, algunas  personas y algunas  cosas  se ven muy pequeñas o,  simplemente, no se ven y otras, por el contrario, ocupan mucho espacio. Sus padres, dueños de una próspera  fábrica textil, no lo presionaron  nunca para que realizara un trabajo burgués; de hecho, había estudiado  Filosofía  solamente para  que su familia pudiera presumir de tener un “doctor” en casa. Desde los 19 años  se dedicó en cuerpo y alma a aquello que eligió libremente: viajar, leer, traducir,  formarse como escritor, publicar, trabar amistades en los círculos intelectuales de diferentes ciudades europeas... La lista de los intelectuales a los que trató  a lo largo de su vida es formidable:  Hugo von Hofmannsthal, Rainer Maria Rilke, Theodor Herzl, Rudolf Steiner, Emile Verhaeren, Auguste Rodin, Luigi Pirandello, Romain Rolland, James Joyce, Walther Rathenau, Maxim Gorki, Benedetto Croce, Paul Valéry, Thomas Mann, Richard Strauss, Béla Bartók, Richard Wagner, André Gide, Bernard Shaw, H. G. Wells, Sigmund Freud... No es de extrañar que apreciara hasta tal punto la libertad individual y  la Europa sin fronteras de las que él  disfrutaría cabalmente durante años y años. Resulta excesivo,  sin embargo,  que creyera que la libertad individual  y la entrega de la vida al conocimiento y al disfrute de la cultura europea fuera un hecho real  para la mayoría de los europeos. Es ese mundo "libre" y "culto" al que Sefan Zweig llama "el mundo de ayer", un mundo por el que siente una profunda nostalgia cuando lo mira desde su destierro y quizá con la decisión ya tomada de suicidarse.
El mundo de ayer  comienza por dar noticia de la familia del autor y del lugar social que ocupa en Viena. Pasa después a los años escolares. En ellos descubrimos el triste anquilosamiento del sistema educativo frente a la efervescencia y luminosidad de la cultura vienesa fuera de sus muros. En Viena se respiraba música, opera, literatura. El adolescente Stefan se forma en tertulias cuyo afán de conocimiento y descubrimiento cultural es asombroso. Entre los 10 y los 18 años  Zweig había leído más que un europeo medio en toda su vida.También es entonces cuando empieza a escribir y publicar. En esa atmósfera cultural oxigenada vive una sociedad burguesa que confía en un futuro de progreso sin sobresaltos pues su máximo valor es la seguridad; según el autor, en el mundo de sus padres y también en el de su adoslescencia, cada uno  sabía  más o menos qué iba a ser de él desde que nacía, la sociedad  cambiaba lentamente y  aunque había conflictos cada cierto tiempo, estos solían resolverse pronto; por lo demás, se enteraban de ellos por los periódicos que leían tranquilamente en sus cafés sin imaginar que alguna vez pudieran tocar de cerca sus vidas cotidianas. En ese mundo estable que nos traza el autor las clases sociales vivían en una armonía francamente difícil de creer y que los historiadores desmienten. Cierto que Zweig anota la irrupción del proletariado en la política, pero nada dice de las condiciones materiales en las que vivía éste ni la relación que tenía su explotación con la prosperidad de la burguesía y, por tanto, con la suya propia.

"De por sí, Viena era, por su tradición secular, una ciudad claramente estratificada y, a la vez, como escribí en cierta ocasión, maravillosamente orquestada. La batuta seguía en manos de la casa imperial. El castillo imperial era el centro de la supranacionalidad de la monarquía, y no sólo en el sentido del espacio sino también de la cultura. Alrededor del castillo, los palacios de la alta nobleza austríaca, polaca, checa y húngara formaban una especie de segunda muralla. A continuación estaba la "buena sociedad", integrada por la nobleza inferior, el alto funcionario, la industria y las "viejas familias" y luego, por debajo, la pequeña burguesía y el proletariado. [...] Las masas, que durante decenios habían cedido calladas y dóciles el dominio a la burguesía liberal, de repente se agitaron, se organizaron y exigieron sus derechos. Precisamente en la última década, la política irrumpió con ráfagas bruscas y violentas en la calma de la vida plácida y holgada. El nuevo siglo exigía un nuevo orden, una nueva era."

Tampoco parece haber en aquella Viena imperial grandes tensiones por motivos religiosos: los judíos viven confiados entre católicos sin que Zweig perciba en toda su dimensión el enraizado antisemitismo europeo que no se le escapó, por ejemplo, a Marcel Proust. Solamente se queja el escritor de la estrecha e hipócrita moral sexual de la época, de la prevalencia de los viejos sobre los jóvenes. No es de extrañar que tantas novelas de Zweig giren en torno a la sexualidad y que acogiera con tanto entusiasmo el psicoanálisis de su compatriota Freud. Había muchos problemas en el mundo, pero parece ser que éste era el que le tocaba más de cerca. En el mismo sentido, pasa por alto las tensiones entre los distintos territorios del Imperio austrohúngaro. De creer a Zweig los deseos de los nacionalistas checos, húngaros, serbios... eran asuntos anecdóticos y reinaba entre ellos y la metrópoli austriaca el aprecio mutuo y la armonía. Es más, en ningún momento vislumbra que parte de la riqueza de Viena pueda deberse al expolio de otros pueblos.  

Sin duda alguna Zweig era un individuo tolerante, amigable y generoso, pero hizo una transposición excesiva de los estados emocionales de una parte de la sociedad al conjunto de ella, a su país y a Europa. Es el problema de la sinécdoque de toda autobiografía: se toma una parte por el todo. No sorprende, por tanto, que allí donde más a gusto se sintiera, después de Viena, fuera en el París de la Belle Époque (1872-1914). Digamos que era un París donde parecían cumplirse los ideales de la democracia liberal: apenas había discriminación por cuestiones de edad, de raza, de sexo y de religión. París era la ciudad del laissez-faire y de la tolerancia, del individualismo creador, de la camaradería, del cosmopolitismo, del Arte y de la Técnica, de la juventud rebelde, de la modernidad... Es la parte más brillante de la autobiografía: tan enamorado está Zweig de esta ciudad que es imposible no enamorarse con él.

Hacia 1913, Zweig se va dando cuenta, sin embargo, de que las brillantes y multicolores luces de la Europa del Progreso empiezan a fundirse. De manera muy hábil nos va trasmitiendo el nacimiento de sus angustias y la ceguera colectiva que parece acompañar a estos indicios. Sin embargo, buscando las causas de esos cambios terribles que asoman el hocico, Zweig solo ve una lucha muy freudiana entre los instintos irracionales, azuzados, eso sí, por una poderosa propaganda y la razón ilustrada, que tiene muchos menos propagadores. Sin embargo, por mucho tiempo creyó Zweig que la razón ilustrada triunfaría. Entre los momentos de narración más brillantes está aquel en que recibió la noticia del asesinato del heredero de la corona austriaca, Francisco Fernando de Austria y su esposa, lo que se conoce como el atentado de Sarajevo. Tampoco comprendió Zweig el alcance internacional del acontecimiento e hizo una lectura local y casi costumbrista. Quizá a ningún contemporáneo le es dado percibir el alcance de un hecho y algo de ello dice el propio Zweig. Es también brillante su descripción del inicial fervor bélico en la Viena de 1914 cuando su postura antibelicista era muy minoritaria, casi inexistente. Zweig participará en la guerra como archivero, un puesto donde, sin ser un desertor, evitaba verter sangre, aunque conocerá el frente como corresponsal de un periódico. Su postura, pacifista  y supranacional, solo encuentra eco en un pequeño círculo de intelectuales que conoce en la ciudad suiza de Zúrich, adonde acaba trasladándose hasta el fin del conflicto.

Acabada la guerra, Zweig decidirá vivir con su mujer Frederike en su casa de Saltzburgo, muy cerca de la frontera alemana y a unos pasos de la casa de un personaje a quien, al principio, no prestará ninguna atención: Adolf Hiltler. Allí va a conocer por primera vez la inestabilidad económica severa, cuando el valor  del dinero oscile monstruosamente de un minuto al otro; fue  la época de la superinflación que duró tres años en Austria. Su descripción debería ser de obligada lectura en las clases de Historia. Como les ocurre a otros autores, Zweig se vuelve mucho más profundo cuando vive en carne propia la desgracia colectiva. Después de estos años de penuria, Zweig tuvo la ilusión de que su mundo podría reconstruirse. La década de los años veinte avanza dominada por un deseo frenético de olvidar la Gran Guerra: son los "felices" años veinte. Es también la década en que Zweig se convierte en un autor de éxito y de prestigio. Sin embargo, otra vez van a pasar sin rozarlo acontecimientos determinantes como el Crac de 1929; incluso el inicio de la Guerra Civil Española, siete años más tarde, no suscitará en él gran interés. Será  sobre todo la extensión del Nazismo y el ascenso de Hitler el que empezará a inquietarlo, sobre todo, cuando lo alcanzan a él en primera persona. Abandonó Austria para siempre en 1934  con lo que evitó lo peor; sin embargo, acabó engrosando la lista de autores judíos proscritos y sus libros fueron quemados, hecho que lo conmocionó profundamente. También se van a resentir sus relaciones con algunos amigos, que le pedían una rechazo público del Nazismo y lo consideraban demasiado ambiguo. En todo caso, en su autobiografía parece chocante su amistad con el músico del régimen nazi, Richard Strauss. Para Zweig, como ya he dicho antes, el triunfo del Nazismo era sobre todo el triunfo de las fuerzas oscuras, del instinto, del Tánatos del que hablaba Freud. Cierto que se daba cuenta de que los escuadrones de fascistas disponían de un material y una organización que delataban que había grandes capitalistas detrás, pero nunca ahondó en esta pista, indispensable para entender el Fascismo como reacción del Capitalismo, al menos en parte,a los movimientos de masas obreras.
Es en Londres donde vivirá Zweig los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial. Es allí donde se produce el desgarro: ya no es un viajero libre; es un refugiado político, un apátrida. No solo Europa no es el hogar común de los europeos sino que Austria ha dejado de ser el suyo para siempre. Cuando pone rumbo a América el ánimo de Zweig ya parece roto. Es en ese momento cuando empieza la redacción de esta autobiografía a la que se entregó frenéticamente. Pocos meses después de acabarla, se suicidó  en la ciudad brasileña de Petrópolis junto a su segunda esposa. Era el  22 de febrero de 1942. Se ha especulado mucho sobre los motivos que lo llevaron al suicidio. En mi opinión, el contraste entre lo que fue su ayer y lo que era su presente debió de ser brutal. Se hundía un mundo del que Zweig había obtenido lo mejor que podía dar; lo que le esperaba nunca podría alcanzar ni remotamente lo que había vivido. El mismo lo dice en la nota que dejó escrita antes de suicidarse: con 60 años no se sentía con fuerzas para un nuevo comienzo.Este paso del todo a la nada ya lo noveló en Historia de un acoso, novela corta que les recomiendo vivamente.

Para concluir: El mundo de ayer es un testimonio de gran interés y brillantemente escrito. Sin embargo, algo torturado había en Europa que Zweig no alcanzó a percibir y Kafka, otro escritor judío del imperio austrohúngaro, también de lengua alemana y nacido dos años después que él, sí percibió en obras como La condena (1912), La Metamorfosis (1913) o El proceso (1925). Nada más interesante que alternar la lectura de estos dos escritores para entender un poco mejor el mundo de ayer y, también, el de hoy.

Basauri, 15 de agosto de 2017

lunes, 13 de noviembre de 2017

BARTLEVY, EL ESCRIBIENTE


Plumas Estilográficas, Pluma Estilográfica, Relleno
Melville publicó en 1853 Bartleby, el  escribiente. Un relato de Wall Street. La historia  iba a pasar sin pena ni gloria entre sus contemporáneos, sin provocar nada parecido a la  inquietud misteriosa que causa a muchos  críticos y lectores desde el siglo XX.  Es como si Bartleby, el escribiente  fuera un  campo de minas  durmiente que esperó a otras épocas para hacer explotar sus cargas. Hoy nos parece que Melville presintió conflictos que solo estaban en germen  en su sociedad y abrumadoramente presentes en la nuestra. Poco textos consiguen trascender su propio tiempo; es posible que solo lo hagan aquellos dotados de una polisemia que permite múltiples interpretaciones, ninguna de ellas definitiva.

Antes de tantear algunas de esas  interpretaciones, recordemos el argumento del relato: El narrador es  un abogado de nombre desconocido que tiene su oficina en Wall Street, Nueva York. En ella dirige un tranquilo negocio de copias  de hipotecas, títulos de la propiedad y otros asuntos legales. Trabajan para él dos copistas, apodados Turkey (Pavo) y  Nippers (Tenazas). Ginger Nut ( galletas de jengibre)  es el chico de los recados.  Como el trabajo ha ido en aumento,  el  abogado  pone un anuncio para contratar un nuevo empleado. Bartleby se presenta y es contratado de inmediato. Su figura es descrita como «pálidamente pulcra, lamentablemente decorosa, incurablemente desamparada».

El narrador asigna a Bartleby un lugar junto a la ventana que da a un muro de ladrillos y lo  aísla del resto con un biombo.  Al principio, Bartleby se muestra como un empleado ejemplar. Sin embargo, un día, inesperadamente,  sin que medie  ningún acontecimiento que lo explique, cuando su jefe le pide que examine con él un documento, Bartleby contesta:«Preferiría no hacerlo» (I would prefer not to, en el original) y,  efectivamente, no lo hace. A partir de entonces, a cada nuevo requerimiento de su patrón, contesta  impasiblemente esta frase, aunque continúa trabajando en sus tareas habituales con la misma eficiencia. El abogado  descubre que Bartleby no abandona nunca la oficina y que parece que se ha quedado a vivir allí. Al día siguiente, le hace algunas preguntas, pero Bartleby responde siempre con la misma frase. Poco después, Bartleby decide no escribir más, por lo que es despedido. Sin embargo “prefiere” no  irse de la oficina y no se va.

Incapaz de expulsarlo por la fuerza, el narrador decide irse él mismo,  trasladar sus oficinas. Bartleby permanece en el lugar y los nuevos inquilinos se quejan al abogado de su presencia. El narrador intenta convencerlo de que se vaya, pero no lo consigue. Bartleby es finalmente detenido por vagabundo y encerrado en la cárcel. Allí, poco después de la última visita que le hace el narrador, se deja morir de hambre. En un breve epílogo, el narrador comenta que el extraño comportamiento de Bartleby puede deberse a su antiguo trabajo en la Oficina de Cartas Muertas, en Washington.
Vayamos con las interpretaciones. La primera gira en torno a dos conceptos fundamentales de la modernidad capitalista: el trabajo y el la libertad individual. Dentro del relato hay  dos  partes claramente diferenciadas: la primera en la que Bartleby es un trabajador ejemplar  y la segunda aquella en que se niega a realizar cualquier trabajo sin que por ello abandone la oficina. El narrador en primera persona, es decir, el dueño del negocio, pone el acento en lo incomprensible de la segunda actitud de Bartleby; el lector, también. Sin embargo, hagamos un alto y preguntémonos: ¿por qué coincidimos con la sorpresa y con la inquietud del narrador?  De hecho, la primera actitud de Bartleby también nos tendría que parecer sorprendente e inquietante . Recordemos que Bartleby trabaja día y noche, eficazmente, sin errores, por un sueldo miserable, sin quejas. Lo hace sentado junto a una ventana que da a un muro de ladrillos, con poca luz y en un especie de nicho  acotado por un biombo. ¿Alguien realmente, si pudiera elegir, preferiría trabajar a no hacerlo? Sin duda, Bartleby no está realizando sus sueños pero sí nos muestra el sueño del Capitalismo: es el trabajador perfecto, el trabajador máquina. Después de este periodo en que su jefe cree haber hecho el contrato del siglo, algo cambia extrañamente. La sorpresa  nuestra es la misma que la del dueño del negocio cuando Bartlevy  a una orden  le contesta con  una de esas frases  antológicas de la literatura : “Preferiría no hacerlo”.
Ese “preferiría” nos parece el chirrido de una rueda  que no se ajusta al engranaje ; algo falla en la maquinaria. Preferir supone capacidad de elección, es decir, libertad. Suena ridículo que Bartleby pretenda ser libre en ese ámbito, puesto que es un asalariado. Los asalariados no pueden "preferir"nada en ese sentido, pueden decidir dejar el trabajo por otro trabajo, pero no pueden decidir no trabajar. Preferir es un verbo para las clases pudientes que ellas sí, pueden preferir  trabajar o pueden preferir no trabajar.  Bartleby desconcierta al dueño de la oficina porque pronuncia el “preferiría no hacerlo” con calma y con firmeza , como si tuviera derecho a ese verbo, a esa libertad. Su desobediencia pasiva es incomprensible para su entorno. Hay críticos que interpretan que Bartlevy representa la defensa maximalista de una libertad que se pone por encima de la vida. De hecho, fue Thoreau quien vio en Bartleby  una forma de desobediencia civil pacífica frente a la brutal explotación capitalista, que es la que se retrata en la primera parte del relato. El conocimiento que tenemos de Bartleby viene de la información que nos da el narrador testigo, por lo tanto , nada sabemos directamente del personaje, ni de posicionamientos políticos, ni existenciales, ni sociales. Sin embargo, es una lectura que el propio texto permite hacer.

LA IMPOSIBLIDAD DE CONOCIMIENTO DEL OTRO

En parte, el narrador mismo lo dice: no conoce nada del pasado de Bartlevy y ese conocimiento es necesario para entender a un hombre, pero Melville va más allá. El personaje narrador interpreta el comportamiento de Bartlevy desde una determinada racionalidad de causa- efecto y no puede penetrar en otra lógica que no sea la suya; no acepta siquiera la posibilidad de que el personaje tenga su propia lógica. Al lector le ocurre lo mismo: no es capaz de penetrar en las razones de Bartlevy. ¡Qué genio el de Menville! Bartleby muere, pero propiamente hablando ese no es el final, puesto que el misterio no ha sido desvelado.

LA INUTILIDAD DE LAS PALABRAS / LA IMPOSIBILIDAD DE LA COMUNICACIÓN / EL SINSENTIDO DE LA VIDA / UN SENTIMIENTO "EXISTENCIALISTA" SE LA SOLEDAD Y DE LA MUERTE

Otro de los conflictos que plantea  el relato es el de la inutilidad de las palabras y de los gestos humanos, la imposibilidad de la comunicación.  El narrador nos cuenta al final  un rumor que dice que Bartleby trabajó en la oficina de “cartas muertas” donde “ A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba-; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.”  Bartleby prescinde de las palabras y de la acción, como si todo ello fuera completamente inútil y superfluo. Adelántandose a los existencialistas no parece encontrarle sentido a la vida. Su intento de dárselo en una actividad mecánica ( la de copiar lo escrito por otros) fracasa claramente. Su propio suicidio es pasivo, un dejarse morir de inanición.

No son estas, por supuesto, la únicas interpretaciones. Esta brillante narración, considerada de las mejores de la literatura universal, seguirá interpelando a cada lector sobre su significado. Por otra parte, no hay mejor prueba del interés que suscita este relato que las numerosas adaptaciones cinematográficas que se han realizado de él . Valga esta como muestra:







sábado, 28 de octubre de 2017

EL AMOR DE ERIKA EWALD, DE STEFAN ZWEIG, UN RELATO LLENO DE ESTEREOTIPOS



El título de esta entrada merece una explicación. No es fácil encontrar hoy críticas adversas a este autor cuyas dotes narrativas son indudables. La que me dispongo a hacer lo es. Algunas de las novelas cortas de Zweig descansan sobre unos estereotipos de género que requieren una lectura atenta para no darlos por buenos, arrastrados por la fluidez verbal del autor. Empecemos por recordar con cierto detalle el argumento del relato:

“Erika Ewald es una joven  con escaso conocimiento del mundo y ninguna inquietud por  adquirirlo. Miembro de una familia fría y poco comunicativa, se ha ido convirtiendo en una mujer solitaria y soñadora. De exquisita sensibilidad para todo lo etéreo, ama la música  y se dedica a ella como profesora de piano en el Conservatorio de Viena. En este círculo conoce a  un joven violinista de éxito que, en un principio,  parece compartir con la  muchacha el mundo vaporoso de los sentimientos  indefinidos y   sin aristas. Tras meses de charla culta, de silencios delicados y de éxtasis musicales, el joven le declara su deseo sexual. Con el deseo declarado llega el conflicto.  Erika, después de una  aceptación  que entiende como un  sacrificio romántico de entrega,  retrocede  espantada en la escalera que conduce al cuarto del  joven; huye despavorida   de la experiencia sexual que considera algo sucio. Tras este episodio de rechazo, el joven no se pone en contacto con ella y es ella  la que, pasado un tiempo  quiere verlo de nuevo,  bien porque  presienta  que ha malogrado la única relación amorosa que la vida iba a ofrecerle, bien  porque sus deseos se hayan despertado superando la contención a la que los tenía sometidos.  La ocasión  de volver a ver al joven se le presenta en un concierto.  Al final de este , el violinista ejecuta una canción amorosa que es la misma que recreó para Erika  en sus días felices.  La joven deduce que el joven la sigue amando. Amparada por la oscuridad, lo  espera al final de la escalera de la salida de la sala . Sin embargo, el exitoso violinista va  acompañado de otra joven en actitud que no deja lugar a dudas sobre  la naturaleza de su relación. El  joven  acaba percibiéndola  y,  sin saludarla, se aleja de ella con una sonrisa burlona. Esto desencadena en la joven  una crisis, un deseo de venganza que se concreta en el intento de arrojarse, borracha, a los brazos de un desconocido. Tampoco la relación se consuma  por los escrúpulos del improvisado amante. Recuperada del desengaño,  Erika pasará el resto de sus días tranquilos , resignados y monótonos  como soltera virgen , entregada a la música, dedicada a dar clases de piano a niños y lamentando solamente  no haber sido madre.”

El amor de Erika Ewald fue recibida clamorosamente por los lectores burgueses de su época, lo cual testimonia, más que ninguna otra cosa,  que  estos no  vieron en ella   nada amenazante para su moral, sus  gustos  y sus intereses. En efecto, en esta novela breve se entrelazan y refuerzan tres concepciones sexuales con más puntos en común de lo que puede parecer a primera vista: la moral judeocristiana, el idealismo romántico y la visión freudiana. Véamoslos por partes:

Recordemos que para la moralidad judeocristiana el  deseo  sexual  es una fuente de pecado. Ante él solo caben tres posturas: la renuncia, el matrimonio o la expiación de la culpa. Pese a que  esta moral se predica para hombres y mujeres,  es a ellas   a quienes  se les exige  su cumplimiento con rigor  punitivo. En la novela de Zweig es inconfundible  ese tufillo pecaminoso. La protagonista es una mujer puritana que  se representa el acto sexual como algo sucio y se echa atrás espantada cuando está a punto de entrar en el cuarto del joven al que desea. Luego, dispuesta a " caer" con un desconocido necesita emborracharse -perder su conciencia moral puritana- . Alguna mano divina parece salvarla, porque en  ambos casos se detiene o la detienen en el borde del “precipicio".  El autor eligió un final en  el que Erika Ewald, aún joven y virgen, renuncia felizmente  a la sexualidad y parece entregarse a un nuevo noviciado espiritual, la música.

En el  idealismo romántico,  por su parte,  el amor es una sublimación erótico-emotiva. Esta idealización  aboca la relación al desastre, tanto si no hay relación sexual como si la hay. En todo caso, el fracaso del amor ideal  corre a cuenta de la mujer,  bien porque niega “la  prueba suprema del amor” y conduce al  ardiente enamorado  a la desesperación, incluso al suicidio; bien porque sí  concede el  “favor” y el amor   se  “real-iza”  y  se materializa es decir,  se “corrompe”. Erika se recrea en la etapa de idealización y sublimación erótica, imposible de mantener indefinidamente, a no ser que se renuncie   por completo a las relaciones adultas. Precisamente es esto último lo que hace la protagonista  cuando el amor se redirige a objetos no sexuales , sus alumnos infantiles y  la música.

Por último,  para el psicoanálisis freudiano, una novedad que Zweig conoció enseguida y admiró enormemente,  la pulsión sexual es una   fuerza inconsciente, irracional y destructiva  que hay  que reprimir a favor de la civilización,  pese a los  enormes costes que acarrea dicha  represión. Indudablemente, quien tiene que reprimir su sexualidad  con más fuerza es la mujer, puesto que su papel en la familia  es una clave esencial en el mantenimiento del orden social y la prosperidad de la civilización; por ello, el deseo sexual femenino será tratado como una patología cuando no se conforme con ese   orden social.  Que Erika, una muchacha joven, se avenga a vivir toda su  vida sin sexualidad y ello no le provoque, además,  ninguna "histeria",  que asuma esa vida sin reproches, con resignación  era un final creíble y tranquilizador para los lectores de su época.

Tampoco los valores literarios de la novela la colocan entre las mejores de Zweig y mucho menos, entre la mejores de su época. Para empezar, el ritmo  de la narración es lento, tedioso y cargante.  En parte esto se debe a la forma de catálogo  que adoptan  los tópicos  románticos de  atardeceres,  sueños y timideces adolescentes, soledades en habitación iluminada por la luna, comunión musical de  dos almas gemelas, paseos por sendas primaverales ; hay, además, demasiado déjà vu en todo ello. Se dice del estilo de Zweig, no sin razón, que es elegante y fluido . Sin embargo,  en esta novela abusa de la vacuidad florida de los adjetivos,  como si la protagonista le hubiera contagiado de su ñoñez .

Además, en nombre de la elegancia y el decoro burgués,  el análisis psicológico, presuntamente profundo, se queda en la superficie como la hojarasca; no va a la raíz. Está claro que en cuestiones sexuales para el autor había  un universo léxico y mental que le estaba prohibido. Envuelve los hechos con palabras como un algodón envuelve las piedras puntiagudas: todo queda amortiguado y blando. En el mismo sentido, el final feliz es una deplorable concesión al gusto del público. Los finales felices tal vez se den en la vida, cosa dudosa vista en su conjunto; en la literatura, los finales sin resolución feliz  no son obligatorios, claro,  pero son más verosímiles si partimos del hecho de que la literatura está para plantear los conflictos humanos y es una traición a su misión darle una solución facilona y casi siempre falsa. Sorprende que Zweig admirara tanto a Balzac y no hubiera aprendido nada de Eugenia Grandet, por poner un ejemplo.

En conlusión, El amor de Erika Ewald es una novelita menor de Zweig cuya reedición por la editorial Acantilado entra en su lógica de aprovechar el tirón de ventas que siempre tuvo este autor sin hacer una selección en su extensa e irregular obra.