lunes, 26 de febrero de 2018

El espejo, de A.G.

Laura era una chica orgullosa, no muy buena amiga; le gustaba hacer bromas de muy mal gusto. Una chica con muy buen aspecto, pero con una extraña fijación con los espejos: no podía parar de mirarse en ellos.

Resultado de imagen de espejo rotoUn día como otro cualquiera, decidió retar a sus amigos y compañeros de instituto. Este reto consistía en visitar una casa que llevaba 43 años abandonada y en la que habían desaparecido varias personas.    Como toda casa abandonada, estaba muy deteriorada: la luz estaba cortada, la maleza crecía por doquier, sus muebles estaban empolvados, la madera carcomida, el tejado lleno de goteras...

Esa casa tenía dos plantas y un ático muy amplio, que estaba cerrado desde que se fueron los último inquilinos.El escenario era perfecto para la broma de Laura. Pensaba llegar antes  que sus víctimas para poder preparar cada detalle.
Ella llegó una hora antes. Fue colocando todas las trampas  por la planta baja, luego siguió con el piso superior: allí estaba cuando, de repente, al final del pasillo escuchó el rechinar de las ventanas  golpeadas  por el viento. Después vio un fugaz brillo por debajo de la puerta y decidió abrirla muy poco a poco. Según la abría, sintió un ligero cosquilleo en los pies, bajó la vista y de pronto, dos ratas salieron corriendo del cuarto oscuro. Soltó un grito agudo y saltó hacía atrás con pánico. La puerta acabó de abrirse produciendo un sonido terrorífico.

Controlando como pudo sus nervios, decidió entrar  despacio en la habitación del fondo y enseguida notó, por la decoración, que era la habitación de una niña: estaba llena de muñecas cubiertas de telarañas; un peluche, negro y carcomido por pequeños mordiscos de ratas,  estaba recostado sobre la vieja cama. Al fondo, había un gran espejo  luminoso  en el que Laura era incapaz de no mirarse.

Dejó todas sus cosas a un lado; solo le faltaba esa habitación por colocar las bromas. Sin pensarlo,  se acercó al espejo y empezó a posar frente a él. Repentinamente, empezó a sonar  el cuco de un anticuado reloj de pared.  Ya eran las 12; entonces Laura se giró hacia la puerta pensando que sus amigos habrían llegado ya.

Al volverse hacia el espejo, tanto Laura como la habitación se quedaron paralizados.Lo que Laura tenía enfrente era el espíritu de la niña que habitó en esa habitación hacía 55  años: estaba muy delgada, tenía el pelo largo y muy oscuro, las uñas desgarradas como si hubiera destrozado algo con ellas antes de morir. Empezó a abrir la boca y a hacer ruidos extraños.  Magenizandola con la mirada se apoderó  del alma  de Laura y la encerró  en el espejo.

La niña misteriosa  se asomó por la ventana y vio un grupo de amigos, los amigos de Laura que pronto pensaron que la broma consistía en dejarlos plantados  y se marcharon.  El fantasma de la niña  los vio marchar y miró hacia el espejo; con un joyero  macizo lo rompió dejando a Laura repartida en pequeños trozos de cristal. Solo si alguien los  recomponía  como si de un rompecabezas se tratara tendría la muchacha una oportunidad de volver a la vida;  quizá alguna vez alguien lo hiciera, pero era poco probable. Unos americanos ricos compraron la mansión y los trozos del cristal dispersos  acabaron  triturados  en un lejano vertedero de Dakota.

sábado, 24 de febrero de 2018

Un minuto: todo, nada... de M.P.



Tuve un sueño, que no era del todo un sueño
El brillante sol se apagaba, y los astros
vagaban apagándose por el espacio eterno,
Sin rayos, sin rutas, y la helada tierra
oscilaba ciega y oscureciéndose en el aire sin luna;
La mañana llegó, y se fue, y llegó, y no trajo consigo el día,
Y los hombres olvidaron sus pasiones ante el terror
de esta desolación; y todos los corazones
se congelaron en una plegaria egoísta por la luz

( Lord Byron)


Recuerdo que era jueves y que era invierno. Esa noche tuve un sueño que no era del todo un sueño. Como despierta un picotazo, así me despertó a mí un escalofrío súbito que me recorrió fulminante la espalda. Instintivamente me tapé la cabeza  con las mantas procurando que  ningún poro de mi piel quedase en contacto con el aire gélido de la habitación; de inmediato volví a cerrar los ojos con fuerza a ver si el calor de las sábanas me devolvía el sueño perdido. Llevaba un tiempo con dificultades para dormir más de cuatro horas y, una vez más, el insomnio se había aliado con el nihilismo más autodestructivo para hacer insoportable la última hora de la noche.

Observé de cerca el reloj de la mesilla. Las luces de LED indicaban las 6. 20. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me incorporé sobre los almohadones. Tras un tiempo de cavilaciones, decidí que era mejor salir de la cama pese al frío. Pulsé el interruptor de la luz una, dos, diez veces, pero no funcionaba.

Entonces me dirigí a tientas hacia la ventana; buscaba ,entre las tinieblas, la luz de las farolas que a aquellas horas de la noche deberían estar aún encendidas en la calle a la que daba mi cuarto. Durante el trayecto tropecé con algo que no conseguí distinguir. Al fin, llegué a la ventana o, mejor dicho, al lugar en que debería haber una ventana.


El miedo intentaba disuadirme de un pensamiento que cobraba fuerza en mi mente: no me encontraba en mi habitación. Sentí náuseas. Mis ojos intentaban adaptarse a aquella oscuridad, cuando, de pronto, escuché un sonido metálico. Una banda de luz cruzó la habitación. Provenía de una gran mirilla en forma de ojo sin párpado.


Me sentí totalmente desorientada. La puerta se abrió en medio del silencio y la mirada brillante y fría de un ojo me inmovilizó durante unos segundos, hasta que su dueña, si es que la tenía, la volvió a cerrar sin ruido alguno. La luz se esfumó dejándome otra vez sumida en la oscuridad de un cuarto que -ya estaba segura- no era el mío. Aquel ojo no me había mirado ni con odio ni con ningún otro sentimiento reconocible y eso era precisamente lo que me aterraba.


Permanecí paralizada durante algún tiempo hasta que conseguí reaccionar y comencé a golpear la puerta con furia. No sé cuánto tiempo arremetieron mi puños contra ella, pero sentía que mis nudillos ardían mientras el olor a sangre, a mi propia sangre, me invadía los sentidos en oleadas nauseabundas.


Comencé a aspirar con ansiedad el aire, como si alguien se lo estuviera llevando de la habitación. Me ahogaba, me ahogaba como un pez al que le han vaciado de agua la pecera. Movida por la desesperación, rodeé la habitación palpando las paredes con mis manos ensangrentadas, buscando una rendija, una grieta por donde respirar; buscando alguna manera de salir de aquel cuarto que- ya estaba segura de ello- no era mi cuarto. Escuché pasos y corrí hacia ellos, hacia la puerta, pero la oscuridad no me permitía distinguir nada; tropecé golpeándome la cabeza.


Desperté tumbada en una cama y cubierta de sudor. En aquel lugar ajeno, descubrí  una ventana. A mi izquierda, sobre una mesilla, brillaban las velas de un candelabro dorado  y barroco que iluminaba la habitación con luz vacilante. ¡Luz y aire! Por unos instantes sentí cómo el entusiasmo subía por mi garganta y acababa en un grito de júbilo como si mi plegaria por la luz y el aire  sí hubiera sido escuchada. Tras forcejear un rato, conseguí retirar el postigo  herrumbroso de la contraventana. Entonces descubrí con horror que tras aquel resguardo metálico no se encontraba ningún parque, ninguna calle, ninguna realidad, sino un boceto inacabado de  un paisaje de invierno.

No era posible. La negra quietud de aquellas ramas fantasmagóricas me aterrorizaba. La saliva me sabía a metal y a bilis. Podía escuchar cómo silbaba el aire tratando de entrar en mi pecho. Las luces de las velas eran cada vez más débiles  hasta que una a una acabaron extinguiéndose. De nuevo, la oscuridad.



En ese mismo instante, con los restos de humo aún huyendo de la velas, se abrió la puerta. Una figura difusa comenzó a acercarse. El horror paralizaba mis músculos. En aquella vaga silueta distinguí una enorme sonrisa que me permitía ver todos y cada uno de sus dientes. Tras aquella boca se encontraba la más absoluta oscuridad. A medida que se acercaba me parecía cada vez más inmensa. Podía notar cómo aquella oscuridad me borraba del mundo. Y entonces: la nada. La más aterradora nada. Miré a mi alrededor, pero solo encontré ausencia. Un lejano eco comenzó a sonar acercándose.Retumbaba cada vez más fuerte en mi cabeza. Era un sonido repetitivo y artificial: Pi-pi, pi-pi, pi-pi… Llegó a sonar con tal intensidad que comencé a retorcerme en el suelo mientras apretaba mis manos contra los oídos En mitad de aquel tormento, abrí los ojos. Me encontraba en mi habitación. Estaba jadeando. Una gota de sudor recorría mi cuello. Dirigí la mirada hacia el reloj de la mesilla… las 6,19. Recuerdo que era jueves y que era invierno. Probablemente me volví a quedar dormida hasta que me despertó un escalofrío súbito que me recorrió fulminante la espalda como un picotazo. Instintivamente me tapé la cabeza  con las mantas procurando que  ningún poro de mi piel quedase en contacto con el aire gélido de la habitación.




                                                                                                        M.P.

viernes, 23 de febrero de 2018

La ventana de la eternidad, de M.E.




Mystic castle in the night with moat
Cansada de la rutina, había  decidido cogerme una semana de vacaciones y hacer un viaje a Francia. Allí conseguiría encontrar la tranquilidad y la soledad que tanta falta me hacían. El pueblo al que me dirigía  contenía todo lo que buscaba. Había pasado algunos años de mi fría infancia allí, con mis abuelos, porque mis padres murieron en un extraño accidente, a la salida del pueblo, cuando yo tan solo tenía cuatro años. Mis abuelos intentaron quererme  como si fuesen mis padres, pero por algo que había dentro de mí o  tal vez  dentro de ellos  nunca los vi así y eso  hizo  que me sintiera ajena a la familia. Sin embargo, el pueblo seguía atrayéndome como un imán.

El  23 de febrero  fue  el día en que me dispuse a realizar  el deseado viaje; esperaba no olvidarme de nada  porque allí no había más que una tienda.  Lo malo era que al estar en plena montaña, no había cobertura; esperaba que no me  pasara ninguna historia rara como las que solía leer en las que una persona pasa por el monte y no se la vuelve a ver, al menos, en este mundo.


Me disponía a arrancar el coche cuando alguien  dio  un golpe en la ventanilla y me asustó. Era mi vecino; ese hombre  tenía problemas psicológicos desde que lo conocía. Era un hombre simpático y de apariencia tranquila, pero debió de consumir alguna sustancia que lo trastornó. No le quise  dar importancia, no creí  que lo hubiera hecho con mala intención. Solo habría querido saludar; sin embargo,  la aparición de aquel hombre siempre traía mala suerte y no solamente a mí.


En la carretera todo estaba tranquilo, no había tráfico, lo malo era que había una niebla espesa que me impedía ver claramente, pero si iba despacio no me pasaría nada. Tras horas de conducción por aquella carretera solitaria y llena de curvas, después de una cuesta pronunciada distinguí  a la luz de los focos un perro vagando por un lado del camino; decidí  parar para ver qué le ocurría al pobre animal. Salí del coche y  me aproximé al perro que ni se movió al sentir el haz de luz de mi linterna.  Parecía malherido; no había  querido tocarle de momento, pero me daba  pena porque daba la sensación de que había sido abandonado o maltratado. Lo toqué y él  respondió a mis caricias con pequeños lengüetazos; no parecía agresivo. Me decidí  a llevármelo; supuse  que me haría buena compañía y él agradecería que alguien lo hubiera  recogido.


Después de hacer varios kilómetros, tras una breve parada, giré a ver qué tal  iba Argos; había decidido ponerle ese nombre porque el perro que tenía en casa de mis abuelos cuando era pequeña, se llamaba así. En realidad, allí todos los perros se llamaban Argos. El perro se encontraba adormilado, con las heridas sangrando todavía; se las iba  a curar cuando llegáramos. Había hecho 250 kilómetros y ya faltaba  poco para llegar, pero noté  que el coche me estaba fallando; todo  había ido bien hasta entonces, pese a la niebla y la oscuridad del camino. No sabía qué le había podido pasar a los frenos. No respondían siempre. Menos mal que el pueblo estaba ya  a pocos kilómetros. Aparqué  junto a una fuente,  contra  un árbol  que recordaba de mi infancia y  entré en el pueblo con Argos en brazos .   Decidí alojarme  en una humilde posada en la que una mujer de  apariencia enfermiza me recibió  con una felicidad que no había visto nunca antes. Se veía que no solía  ir por allí  mucha gente. Después de hablar sobre lo ocurrido, me ofreció quedarme a dormir en una de las cabañas de su propiedad donde, dijo,  admitían animales. Me dio  una gasas y alcohol para curar las heridas de Argos a quien la buena señora no cayó en gracia. Yo, por el contrario, agradecida, le di  una propina y me dirigí  a la cabaña; ya era tarde y cada vez había más niebla. Me daba miedo el lugar; estaba en medio de   un bosque  que recordaba vagamente. Menos mal que Argos estaba conmigo. Aunque estuviera  malherido me transmitía tranquilidad el estar acompañada. No fue de una gran ayuda, sin embargo, para encontrar la cabaña; en cuanto lo ponía en el suelo para descansar,  se negaba a caminar. Tras quince  minutos, llegamos a la cabaña, que tenía la puerta abierta, tal y como me había dicho aquella buena mujer.


Decido investigar un poco el interior de la cabaña y me encuentro, sorprendentemente con unos cuadros en los que se pueden ver   retratos:   uno de la señora que me ha atendido antes en la posada y   otros muchos de hombres pálidos  como la cera. Alguno, incluso, me recuerda a mi abuelo, pero bueno, en los pueblos pequeños todo el mundo tiene un aire familiar.  Hay  algo  más raro aún en los retratos; noto que cada vez que me muevo parecen seguirme con la mirada; no me asusto, simplemente pienso que es porque estoy cansada. Apago las luces y me meto en la cama, dándole vueltas a lo ocurrido  y mirando los retratos cuyos ojos me observan ahora  con una mirada que brilla en la oscuridad.

He decidido tumbarme
sin quitarme la ropa, abrazada al bolso donde llevo un cuchillo, no por nada, sino porque no me gusta partir la carne con los dedos;  al cabo de  un momento escucho gemir a Argos y enciendo la luz; en el campanario de la iglesia suena la medianoche;  miro a todas partes y me doy cuenta de que en los cuadros ya no hay retratos; se ve el bosque a la luz de sucesivos relámpagos:  lo que me parecieron cuadros eran ventanas. Estoy inquieta; aun así decido levantarme e ir a mirar por ellas. Empiezo a escuchar pasos y me encuentro a un grupo de  bultos y sombras  humanas  armadas de un cuchillo y  destrozando a Argos que gime  débilmente. El corazón se me paraliza. Me ven y no solo ahora: me han estado observando desde que he entrado en  la cabaña a través de  los retratos, que no eran cuadros sino ventanas en las  que ellos estaban  inmóviles, al acecho, esperando la medianoche.  Quizá me hayan observado desde antes, desde mucho antes. Me rodean.  Uno me agarra  y  ya solo finjo resistir.

Pienso: este es  mi destino;  creía  hacer  hecho la primera buena acción de mi vida  recogiendo  a  un perro y en realidad  lo he  devuelto a los sombras de las que había escapado;  ahora  voy a morir  y  a pasar el resto de la eternidad asomada a una ventana esperando a  que algún  viajero  se quede mirándome como si  fuera un  retrato y  suenen las campanas de  la medianoche. 



martes, 20 de febrero de 2018

LA CABAÑA de N.T.



Yo tenía 14 años y mi hermana 12 cuando mis padres decidieron comprar una cabaña cerca de un bosque a un kilómetro de un hermoso lago, a las afuera de Tijuana. Como habíamos dejado a todos nuestros amigos atrás, olvidados, todo el día lo pasábamos dando vueltas por el campo: fue así como habíamos encontrado esa  vieja cabaña que decidimos convertir en nuestra guarida de secretos. El hecho es que con el tiempo empezamos a escuchar ruidos extraños y ajenos cuando entraba la noche; pero no le prestamos  atención ni le dimos importancia porque pensamos que era por lo viejo de la casa.

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Un día, mi hermana discutió muy fuerte con mis padres por lo que decidió fugarse de casa. Más tarde, mis padres me dijeron que no la encontraban, y me preguntaron si sabía adónde podía haber ido; así que yo les dije   que se había refugiado en la  cabaña. Dimos  ciento de vueltas entre  los árboles del bosque, pero no  encontramos la cabaña. Tuvimos unos cuantos sustos porque nos intentaron atacar unos lobos; pero afortunadamente, nos pudimos defender y seguir adelante con la búsqueda. Por más que  ellos y yo misma  buscamos y buscamos   nunca  dimos con la vieja cabaña adonde habíamos  ido tantas veces; al principio pensé que nos habríamos equivocado de camino y de lugar  por la oscuridad de la noche o por la niebla que se levantaba del lago; pero el camino y el lugar eran correctos; tuvimos que aceptar que  mi hermana y la cabaña habían desaparecido  misteriosamente.

Al cabo de  muchos días, desesperados,  decidimos volver a casa para asimilar  la tragedia y dejar el asunto en manos de la policía.
Al cabo de unos meses, decidí viajar por el mundo  siempre con la esperanza de que en algún lugar insospechado apareciera mi hermana; fui de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, hasta que una noche escuché una historia que terminó con mi búsqueda: se trataba de una hermosa muchacha que vivía en una vieja cabaña en un extraño bosque.










domingo, 4 de febrero de 2018

EL ACCIDENTE ( CUENTO GÓTICO) DE L.U.




Era una noche fría de enero de  1820. Una noche llena de niebla  y  de lluvia incesante;  una noche peligrosa a la vez que atractiva para salir. El peligro no frenó  a nadie para acudir al gran baile que se celebraba en el pueblo de Aberdeen. Era este  un baile muy importante  que reunía a los habitantes del valle y para el que todos se ponían sus mejores galas. Allí  se conocieron Fred y Jeanne. Fred era un chico muy simple, pero rebelde;  siempre intentaba ser diferente a los demás, siempre luchaba  por los ideales e intentaba conocerse a sí mismo. Al igual que Jeanne era  muy independiente y  creía  en el amor verdadero. Los jóvenes  acudieron solos al baile. Fred, tan pronto como vio a Jeanne, pensó que era la chica más bonita de todo el baile. Pasaron   las horas  juntos, comiendo, bebiendo y bailando.  Sobre las doce, Jeanne le pidió a Fred que la llevara a casa ya que, camino del baile,  a causa de un despiste, había sufrido un accidente y el coche había quedado empotrado contra un árbol No podía volver andando con ese tiempo. Él aceptó con la excusa de que también tenía que volver a casa.


Después de un largo camino por Brady Road, una  terrible tormenta se les echó  encima  y decidieron detener el coche y  refugiarse en el primer lugar que encontraran. Entre la niebla vieron un cementerio en el que se situaba una pequeña iglesia a la que hacía  siglos que nadie entraba. Carecía de cristales en las ventanas, pero todavía había partes del techo y muros  intactos. Decidieron pasar la noche allí. Pero antes él le tendió una guirnalda que había cogido del baile y ella la aceptó  colocándosela en la melena.

Al entrar, como estaba oscuro como boca de lobo, anduvieron a tientas hasta que encontraron un banco en el que sentarse en el piso de abajo: la iglesia estaba formada por dos  pisos.  Era un lugar  seco  y polvoriento en el que ,al menos podrían estar a salvo del diluvio que iba a caer del cielo. Estiraron las piernas, se arrebujaron en las mantas que habían traído sacado del maletero y se pusieron cómodos con el propósito de dormir.

Pero ninguno iba a poder conciliar el sueño Sería la una cuando oyeron pasos en el piso de arriba. Parecía que hubiera varias personas corriendo de acá para allá. Cuando Fred gritó “¿Quién está ahí?”, los pasos cesaron. Entonces escucharon un grito de mujer. El grito se transformó en un gemido y dejó de oírse. Por las grietas del techo de la nave  donde Fred y Jeanne se acurrucaban empezó a manar una sustancia pegajosa y dulzona: era sangre. En el piso de arriba la puerta se cerró de un portazo y la mujer volvió a gritar “¡A mí no!”, parecía que estuviera huyendo del diablo. Desde abajo se oía el golpeteo de sus altos tacones. “¡Te agarré!”, vociferó un hombre, y el techo vibró como si la hubiera atrapado haciéndola caer sobre el suelo de madera carcomida. Los dos, intrigados a la par que aterrorizados se mantuvieron quietos y  en silencio. No se oyó ningún ruido hasta que el hombre que había gritado comenzó a reírse. La iglesia se llenó de prolongadas y espantosas carcajadas que continuaron y continuaron hasta que los dos pensaron que iban a volverse locos.  
 
Cuando por fin cesaron las risas, Fred y Jeanne oyeron a alguien bajar por una escalera; arrastraba algo pesado que golpeaba en cada escalón. Le oyeron llevarlo  por el pasillo y sacarlo por la puerta de entrada. La puerta se abrió y después se cerró con gran estrépito. De nuevo, silencio. Varios rayos repentinos inundaron la iglesia de un gran resplandor. Y entonces, un rostro horroroso apareció en el pasillo y se quedó contemplando a Fred fijamente. En ese momento se dio cuenta de que Jeanne había desaparecido. En seguida, varios rayos y truenos hicieron que retumbara el edificio  y alumbraron de nuevo  la nave . Fred  se dio cuenta, paralizado por el el pánico, de que no estaba solo: había siluetas sentadas en casi todos los bancos. Tenían las cabezas inclinadas como si rezaran y todos vestían de blanco. “Deben ser fantasmas cubiertos con sus mortajas; han debido de venir del cementerio.” pensó presa de un escalofrío  Fred salió corriendo por el pasillo tan rápido como pudo, tropezándose con aquel hombre que lo contemplaba.

Consiguió huir con  la imagen de Jeanne clavada en su cerebro: ¿Dónde estaría, dónde?  Pese a la tormenta,  llegó al  coche y arrancó de inmediato. Decidió seguir la carretera de Brady Road. Condujo tan rápido como le permitía el viento que bamboleaba el coche y la lluvia que hacía patinar sus ruedas. Fue dejando a un lado y otro  bosques impenetrables azotados por la lluvia y el viento. La soledad era absoluta por aquellos caminos. Ni rastro de Jeanne. Al girar en una curva vio que, un poco más adelante, había habido un accidente de automóvil. Un coche había chocado contra un árbol Cuando Fred llegó al coche pudo ver a una persona atrapada en su interior, incrustada contra la barra de dirección. Era Jeanne y en su cabello llevaba la guirnalda que él le acababa de regalar.

L.U.



domingo, 21 de enero de 2018

Quédate este día y esta noche conmigo, de Belén Gopegui - La novela que no pudo ser

Belén Gopegui
Mateo y Olga son dos personajes alejados, en principio, por muchas circunstancias: la edad (él tiene 22  y ella más de  60), la clase social  (clase baja, él; clase media, ella)  y desde luego, expectativas. Los unirán preocupaciones filosóficas que son para ellos   existenciales  y que formulan de un modo muy elaborado. Se conocen en una biblioteca y empiezan a pasar las tardes en un bar de la periferia madrileña.  Deciden presentar juntos una  inusual  solicitud de trabajo a Google que  incluye la crítica a esta multinacional, la denuncia de  su poder y la necesidad de combatirlo así como el descubrimiento de sus limitaciones. Es esa solicitud la que da soporte o encuadre a las conversaciones entre los dos personajes, además de una breves reflexiones de la evaluadora de la solicitud.

Como se ve es  un planteamiento ambicioso que, desgraciadamente, sucumbe al peso de sus pretensiones. La novela hace aguas por muchos motivos, pero todos ellos confluyen en  su falta de verosimilitud, principio inapelable de la ficción. Los mecanismos puestos en marcha por la autora no se articulan bien y quedan a la vista del lector como piezas obligadas a encajar por una voluntad externa. No se trata de que Gopegui  rompa con los límites de los géneros, sino más bien lo contrario:  toma de cada uno de ellos unas características que no sabe integrar en un todo. Domina la impresión de que la  autora ha querido escribir un ensayo  en que intervenga  la dialéctica del diálogo y  ha creado dos personajes como soporte de sus reflexiones. La relación afectiva entre Mateo y Olga no es convincente, los atisbos de su  vida familiar y de  sus  problemas sociales  son solo pretextos para justificar sus puntos de vista. La misma solicitud de trabajo a Google es  un truco torpe   para poder hablar de los temas prefigurados antes de empezar la novela: la inteligencia artificial, el poder de Google, la indefensión y colaboración inconsciente de los usuarios, el viejo tema del determinismo y  el libre albedrío, los aportes de la mecánica cuántica y la neurociencia en estos temas,  la responsabilidad individual o colectiva,  la capacidad  o incapacidad  de inducir cambios sociales, la eutanasia… Por momentos se hace insufrible el tono de la conversación de Mateo y Olga, entre lírico y erudito. Si Gopequi pretendía decirnos que en una bar del extrarradio madrileño se puede hablar con esa altura filosófica  y un lenguaje tan alejado de lo coloquial no lo ha conseguido. Sin embargo, cuando faltan pocas páginas para el final, se barrunta que lo peor de la novela está por llegar. La autora se saca de la manga… ¡oh sorpresa!  la muerte y el amor  para acabar con sus personajes.

En definitiva, si quieren disfrutar de esta novela, léanla   como un ensayo lleno de reflexiones interesantes e inquietantes condimentado por una trama novelesca que desmerece de ese nombre, pero que ayuda en su digestión.


viernes, 19 de enero de 2018

EL COLLAR, DE GUY DE MAUPASSANT - COMENTARIO DE TEXTO





El collar

Guy de Maupassant

Era una de esas hermosas y encantadoras criaturas nacidas como por un error del destino en una familia de empleados. Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.
No pudiendo adornarse, fue sencilla, pero desgraciada, como una mujer obligada por la suerte a vivir en una esfera inferior a la que le corresponde; porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia. Su nativa firmeza, su instinto de elegancia y su flexibilidad de espíritu son para ellas la única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes señoras.
Sufría constantemente, sintiéndose nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría contemplando la pobreza de su hogar, la miseria de las paredes, sus estropeadas sillas, su fea indumentaria. Todas estas cosas, en las cuales ni siquiera habría reparado ninguna otra mujer de su casa, la torturaban y la llenaban de indignación.
La vista de la muchacha bretona que les servía de criada despertaba en ella pesares desolados y delirantes ensueños. Pensaba en las antecámaras mudas, guarnecidas de tapices orientales, alumbradas por altas lámparas de bronce y en los dos pulcros lacayos de calzón corto, dormidos en anchos sillones, amodorrados por el intenso calor de la estufa. Pensaba en los grandes salones colgados de sedas antiguas, en los finos muebles repletos de figurillas inestimables y en los saloncillos coquetones, perfumados, dispuestos para hablar cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados, cuyas atenciones ambicionan todas las mujeres.
Cuando, a las horas de comer, se sentaba delante de una mesa redonda, cubierta por un mantel de tres días, frente a su esposo, que destapaba la sopera, diciendo con aire de satisfacción: “¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!”, pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplandecientes, en los tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.
No poseía galas femeninas, ni una joya; nada absolutamente y sólo aquello de que carecía le gustaba; no se sentía formada sino para aquellos goces imposibles. ¡Cuánto habría dado por agradar, ser envidiada, ser atractiva y asediada!
Tenía una amiga rica, una compañera de colegio a la cual no quería ir a ver con frecuencia, porque sufría más al regresar a su casa. Días y días pasaba después llorando de pena, de pesar, de desesperación.
Una mañana el marido volvió a su casa con expresión triunfante y agitando en la mano un ancho sobre.
-Mira, mujer -dijo-, aquí tienes una cosa para ti.
Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
“El ministro de Instrucción Pública y señora ruegan al señor y la señora de Loisel les hagan el honor de pasar la velada del lunes 18 de enero en el hotel del Ministerio.”
En lugar de enloquecer de alegría, como pensaba su esposo, tiró la invitación sobre la mesa, murmurando con desprecio:
-¿Qué haré yo con eso?
-Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!… Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mundo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:
-¿Qué quieres que me ponga para ir allá?
No se había preocupado él de semejante cosa, y balbució:
-Pues el traje que llevas cuando vamos al teatro. Me parece muy bonito…
Se calló, estupefacto, atontado, viendo que su mujer lloraba. Dos gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos, lentamente, para rodar por sus mejillas.
El hombre murmuró:
-¿Qué te sucede? Pero ¿qué te sucede?
Mas ella, valientemente, haciendo un esfuerzo, había vencido su pena y respondió con tranquila voz, enjugando sus húmedas mejillas:
-Nada; que no tengo vestido para ir a esa fiesta. Da la invitación a cualquier colega cuya mujer se encuentre mejor provista de ropa que yo.
Él estaba desolado, y dijo:
-Vamos a ver, Matilde. ¿Cuánto te costaría un traje decente, que pudiera servirte en otras ocasiones, un traje sencillito?
Ella meditó unos segundos, haciendo sus cuentas y pensando asimismo en la suma que podía pedir sin provocar una negativa rotunda y una exclamación de asombro del empleadillo.
Respondió, al fin, titubeando:
-No lo sé con seguridad, pero creo que con cuatrocientos francos me arreglaría.
El marido palideció, pues reservaba precisamente esta cantidad para comprar una escopeta, pensando ir de caza en verano, a la llanura de Nanterre, con algunos amigos que salían a tirar a las alondras los domingos.
Dijo, no obstante:
-Bien. Te doy los cuatrocientos francos. Pero trata de que tu vestido luzca lo más posible, ya que hacemos el sacrificio.
El día de la fiesta se acercaba y la señora de Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo, el vestido estuvo hecho a tiempo. Su esposo le dijo una noche:
-¿Qué te pasa? Te veo inquieta y pensativa desde hace tres días.
Y ella respondió:
-Me disgusta no tener ni una alhaja, ni una sola joya que ponerme. Pareceré, de todos modos, una miserable. Casi, casi me gustaría más no ir a ese baile.
-Ponte unas cuantas flores naturales -replicó él-. Eso es muy elegante, sobre todo en este tiempo, y por diez francos encontrarás dos o tres rosas magníficas.
Ella no quería convencerse.
-No hay nada tan humillante como parecer una pobre en medio de mujeres ricas.
Pero su marido exclamó:
-¡Qué tonta eres! Anda a ver a tu compañera de colegio, la señora de Forestier, y ruégale que te preste unas alhajas. Eres bastante amiga suya para tomarte esa libertad.
La mujer dejó escapar un grito de alegría.
-Tienes razón, no había pensado en ello.
Al siguiente día fue a casa de su amiga y le contó su apuro.
La señora de Forestier fue a un armario de espejo, cogió un cofrecillo, lo sacó, lo abrió y dijo a la señora de Loisel:
-Escoge, querida.
Primero vio brazaletes; luego, un collar de perlas; luego, una cruz veneciana de oro, y pedrería primorosamente construida. Se probaba aquellas joyas ante el espejo, vacilando, no pudiendo decidirse a abandonarlas, a devolverlas. Preguntaba sin cesar:
-¿No tienes ninguna otra?
-Sí, mujer. Dime qué quieres. No sé lo que a ti te agradaría.
De repente descubrió, en una caja de raso negro, un soberbio collar de brillantes, y su corazón empezó a latir de un modo inmoderado.
Sus manos temblaron al tomarlo. Se lo puso, rodeando con él su cuello, y permaneció en éxtasis contemplando su imagen.
Luego preguntó, vacilante, llena de angustia:
-¿Quieres prestármelo? No quisiera llevar otra joya.
-Sí, mujer.
Abrazó y besó a su amiga con entusiasmo, y luego escapó con su tesoro.
Llegó el día de la fiesta. La señora de Loisel tuvo un verdadero triunfo. Era más bonita que las otras y estaba elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, trataban de serle presentados. Todos los directores generales querían bailar con ella. El ministro reparó en su hermosura.
Ella bailaba con embriaguez, con pasión, inundada de alegría, no pensando ya en nada más que en el triunfo de su belleza, en la gloria de aquel triunfo, en una especie de dicha formada por todos los homenajes que recibía, por todas las admiraciones, por todos los deseos despertados, por una victoria tan completa y tan dulce para un alma de mujer.
Se fue hacia las cuatro de la madrugada. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito vacío, junto con otros tres caballeros cuyas mujeres se divertían mucho.
Él le echó sobre los hombros el abrigo que había llevado para la salida, modesto abrigo de su vestir ordinario, cuya pobreza contrastaba extrañamente con la elegancia del traje de baile. Ella lo sintió y quiso huir, para no ser vista por las otras mujeres que se envolvían en ricas pieles.
Loisel la retuvo diciendo:
-Espera, mujer, vas a resfriarte a la salida. Iré a buscar un coche.
Pero ella no le oía, y bajó rápidamente la escalera.
Cuando estuvieron en la calle no encontraron coche, y se pusieron a buscar, dando voces a los cocheros que veían pasar a lo lejos.
Anduvieron hacia el Sena desesperados, tiritando. Por fin pudieron hallar una de esas vetustas berlinas que sólo aparecen en las calles de París cuando la noche cierra, cual si les avergonzase su miseria durante el día.
Los llevó hasta la puerta de su casa, situada en la calle de los Mártires, y entraron tristemente en el portal. Pensaba, el hombre, apesadumbrado, en que a las diez había de ir a la oficina.
La mujer se quitó el abrigo que llevaba echado sobre los hombros, delante del espejo, a fin de contemplarse aún una vez más ricamente alhajada. Pero de repente dejó escapar un grito.
Su esposo, ya medio desnudo, le preguntó:
-¿Qué tienes?
Ella se volvió hacia él, acongojada.
-Tengo…, tengo… -balbució – que no encuentro el collar de la señora de Forestier.
Él se irguió, sobrecogido:
-¿Eh?… ¿cómo? ¡No es posible!
Y buscaron entre los adornos del traje, en los pliegues del abrigo, en los bolsillos, en todas partes. No lo encontraron.
Él preguntaba:
-¿Estás segura de que lo llevabas al salir del baile?
-Sí, lo toqué al cruzar el vestíbulo del Ministerio.
-Pero si lo hubieras perdido en la calle, lo habríamos oído caer.
-Debe estar en el coche.
-Sí. Es probable. ¿Te fijaste qué número tenía?
-No. Y tú, ¿no lo miraste?
-No.
Se contemplaron aterrados. Loisel se vistió por fin.
-Voy -dijo- a recorrer a pie todo el camino que hemos hecho, a ver si por casualidad lo encuentro.
Y salió. Ella permaneció en traje de baile, sin fuerzas para irse a la cama, desplomada en una silla, sin lumbre, casi helada, sin ideas, casi estúpida.
Su marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.
Fue a la Prefectura de Policía, a las redacciones de los periódicos, para publicar un anuncio ofreciendo una gratificación por el hallazgo; fue a las oficinas de las empresas de coches, a todas partes donde podía ofrecérsele alguna esperanza.
Ella le aguardó todo el día, con el mismo abatimiento desesperado ante aquel horrible desastre.
Loisel regresó por la noche con el rostro demacrado, pálido; no había podido averiguar nada.
-Es menester -dijo- que escribas a tu amiga enterándola de que has roto el broche de su collar y que lo has dado a componer. Así ganaremos tiempo.
Ella escribió lo que su marido le decía.
Al cabo de una semana perdieron hasta la última esperanza.
Y Loisel, envejecido por aquel desastre, como si de pronto le hubieran echado encima cinco años, manifestó:
-Es necesario hacer lo posible por reemplazar esa alhaja por otra semejante.
Al día siguiente llevaron el estuche del collar a casa del joyero cuyo nombre se leía en su interior.
El comerciante, después de consultar sus libros, respondió:
-Señora, no salió de mi casa collar alguno en este estuche, que vendí vacío para complacer a un cliente.
Anduvieron de joyería en joyería, buscando una alhaja semejante a la perdida, recordándola, describiéndola, tristes y angustiosos.
Encontraron, en una tienda del Palais Royal, un collar de brillantes que les pareció idéntico al que buscaban. Valía cuarenta mil francos, y regateándolo consiguieron que se lo dejaran en treinta y seis mil.
Rogaron al joyero que se los reservase por tres días, poniendo por condición que les daría por él treinta y cuatro mil francos si se lo devolvían, porque el otro se encontrara antes de fines de febrero.
Loisel poseía dieciocho mil que le había dejado su padre. Pediría prestado el resto.
Y, efectivamente, tomó mil francos de uno, quinientos de otro, cinco luises aquí, tres allá. Hizo pagarés, adquirió compromisos ruinosos, tuvo tratos con usureros, con toda clase de prestamistas. Se comprometió para toda la vida, firmó sin saber lo que firmaba, sin detenerse a pensar, y, espantado por las angustias del porvenir, por la horrible miseria que los aguardaba, por la perspectiva de todas las privaciones físicas y de todas las torturas morales, fue en busca del collar nuevo, dejando sobre el mostrador del comerciante treinta y seis mil francos.
Cuando la señora de Loisel devolvió la joya a su amiga, ésta le dijo un tanto displicente:
-Debiste devolvérmelo antes, porque bien pude yo haberlo necesitado.
No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supondría? ¿No era posible que imaginara que lo habían cambiado de intento?
La señora de Loisel conoció la vida horrible de los menesterosos. Tuvo energía para adoptar una resolución inmediata y heroica. Era necesario devolver aquel dinero que debían… Despidieron a la criada, buscaron una habitación más económica, una buhardilla.
Conoció los duros trabajos de la casa, las odiosas tareas de la cocina. Fregó los platos, desgastando sus uñitas sonrosadas sobre los pucheros grasientos y en el fondo de las cacerolas. Enjabonó la ropa sucia, las camisas y los paños, que ponía a secar en una cuerda; bajó a la calle todas las mañanas la basura y subió el agua, deteniéndose en todos los pisos para tomar aliento. Y, vestida como una pobre mujer de humilde condición, fue a casa del verdulero, del tendero de comestibles y del carnicero, con la cesta al brazo, regateando, teniendo que sufrir desprecios y hasta insultos, porque defendía céntimo a céntimo su dinero escasísimo.
Era necesario mensualmente recoger unos pagarés, renovar otros, ganar tiempo.
El marido se ocupaba por las noches en poner en limpio las cuentas de un comerciante, y a veces escribía a veinticinco céntimos la hoja.
Y vivieron así diez años.
Al cabo de dicho tiempo lo habían ya pagado todo, todo, capital e intereses, multiplicados por las renovaciones usurarias.
La señora Loisel parecía entonces una vieja. Se había transformado en la mujer fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas torcidas y rojas las manos, hablaba en voz alta, fregaba los suelos con agua fría. Pero a veces, cuando su marido estaba en el Ministerio, se sentaba junto a la ventana, pensando en aquella fiesta de otro tiempo, en aquel baile donde lució tanto y donde fue tan festejada.
¿Cuál sería su fortuna, su estado al presente, si no hubiera perdido el collar? ¡Quién sabe! ¡Quién sabe! ¡Qué mudanzas tan singulares ofrece la vida! ¡Qué poco hace falta para perderse o para salvarse!
Un domingo, habiendo ido a dar un paseo por los Campos Elíseos para descansar de las fatigas de la semana, reparó de pronto en una señora que pasaba con un niño cogido de la mano.
Era su antigua compañera de colegio, siempre joven, hermosa siempre y siempre seductora. La de Loisel sintió un escalofrío. ¿Se decidiría a detenerla y saludarla? ¿Por qué no? Habíéndolo pagado ya todo, podía confesar, casi con orgullo, su desdicha.
Se puso frente a ella y dijo:
-Buenos días, Juana.
La otra no la reconoció, admirándose de verse tan familiarmente tratada por aquella infeliz. Balbució:
-Pero…, ¡señora!.., no sé. .. Usted debe de confundirse…
-No. Soy Matilde Loisel.
Su amiga lanzó un grito de sorpresa.
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde, qué cambiada estás! …
-¡Sí; muy malos días he pasado desde que no te veo, y además bastantes miserias…. todo por ti…
-¿Por mí? ¿Cómo es eso?
-¿Recuerdas aquel collar de brillantes que me prestaste para ir al baile del Ministerio?
-¡Sí, pero…
-Pues bien: lo perdí…
-¡Cómo! ¡Si me lo devolviste!
-Te devolví otro semejante. Y hemos tenido que sacrificarnos diez años para pagarlo. Comprenderás que representaba una fortuna para nosotros, que sólo teníamos el sueldo. En fin, a lo hecho pecho, y estoy muy satisfecha.
La señora de Forestier se había detenido.
-¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?
-Sí. No lo habrás notado, ¿eh? Casi eran idénticos.
Y al decir esto, sonreía orgullosa de su noble sencillez. La señora de Forestier, sumamente impresionada, le cogió ambas manos:
-¡Oh! ¡Mi pobre Matilde! ¡Pero si el collar que yo te presté era de piedras falsas!… ¡Valía quinientos francos a lo sumo!…
FIN

“La parure”, 1884



COMENTARIO DE TEXTOS LITERARIOS  

EL COLLAR
 GUY DE MAUPASSANT

Contextualización

    El texto que vamos a comentar, titulado El collar, fue escrito por Guy de Maupassant, autor francés perteneciente al Realismo, en su variante naturalista. Este movimiento literario se desarrolló en Europa en la segunda mitad del siglo XIX y está ligado al afianzamiento de la burguesía como clase dominante tras la revolución de 1848 en Francia. El Realismo y el Naturalismo  mantuvieron como principio fundamental   la búsqueda de la objetividad  en la reproducción de la realidad. Para alcanzar tal objetivo, los realistas y naturalistas  se basaban en la observación, la documentación y la experimentación, imitando en esto a las ciencias que por entonces cosechaban éxito y prestigio.

    Guy de Maupassant nació en Dieppe en 1850. Hijo de pequeños aristócratas,  estudió Derecho, pero se dedicó sobre todo al periodismo. Fue amigo y protegido del gran escritor realista Gustave Flaubert, por consejo del cual abandonó su trabajo en el Ministerio de Instrucción Pública para dedicarse a la literatura. Murió en París en 1893.

    Aunque escribió seis novelas (la más notable Bel ami)  e hizo incursiones en otros géneros          (poesía, teatro, libros de viajes)  destaca en la historia de la literatura por la calidad de sus cuentos  ((más de 300) muchos de ellos basados en noticias periodísticas. Sobresalen  el primero que publicó, Bola de sebo”,   La Casa Tellier,  Mademoiselle Fifi,  El Horla   y  El collar,  que es precisamente el que vamos a analizar.

Argumento y estructura

    La narración  de El collar se centra  en Matilde  una joven hermosa, de clase media baja, que siempre había  soñado y seguía soñando  con  pertenecer a  la alta sociedad,  pero  tuvo que casarse con un modesto empleado público. Un día su marido es invitado a una fiesta en el Ministerio,  fiesta  a la que acude con un vestido  que  éste le  regala generosamente y un  collar valioso que le ha prestado una amiga rica. Matilde pierde el collar  y la pareja se  endeuda  onerosamente para  comprar uno idéntico. Tras diez años de durísimos trabajos y privaciones saldan sus deudas. Poco después, Matilde, en un encuentro fortuito con su amiga rica, descubre que el collar que ésta  le prestó era falso.

Narrador

    El relato  está narrado en tercera persona, por un narrador externo, omnisciente pues su conocimiento de los acontecimientos, de los pensamientos y  de los sentimientos de los personajes es total : “Carecía de dote, y no tenía esperanzas de cambiar de posición; no disponía de ningún medio para ser conocida, comprendida, querida, para encontrar un esposo rico y distinguido; y aceptó entonces casarse con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.” El narrador omnisciente es el más utilizado  por los escritores realistas. Esta preferencia  se basa en una visión optimista  sobre el conocimiento humano, visión que comparte con la ciencia del momento : el hombre puede llegar a conocer toda la realidad y representarla tal y como es.
Maupassant mantiene un narrador  externo,  objetivo y omnisciente  en la mayor parte del relato, solo en  una ocasión se permite una digresión “filosófica”: “porque las mujeres no tienen casta ni raza, pues su belleza, su atractivo y su encanto les sirven de ejecutoria y de familia.”
La voz del narrador se intercala, en ocasiones, con la voz del personaje, técnica explorada por Gustave Flaubert con maestría  y que recibe el nombre de estilo indirecto libre. Véamos un ejemplo en este cuento: “No abrió siquiera el estuche, y eso lo juzgó la otra una suerte. Si notara la sustitución, ¿qué supondría? ¿No era posible que imaginara que lo habían cambiado de intento?” .

Temática

     El tema principal del cuento se nos descubre en su final: el fracaso no solo de las aspiración al ascenso social y material sino el fracaso de los principios morales que hipócritamente defendía la alta burguesía:  el trabajo, el esfuerzo, la honradez, la verdad. La protagonista sufre un  doble espejismo, el segundo más duro aún que el primero : de nada le sirve fingir que es rica por una horas, de nada le sirve ser trabajadora y honrada por 10 años.
Se dan en el cuento numerosos temas secundarios: la identidad por el trabajo , presente  en el marido de Matilde,  la búsqueda del éxito individual , común a los tres personajes,  las desigualdades sociales y los sentimientos que estas provocan( la envidia de Matilde hacia su amiga), la crítica al romanticismo (  muy presente en esa escena en que el marido disfruta de la sopa y Matilde fantasea con  un gran banquete aristocrático y exótico). En definitiva ,  los temas, incluso los psicológicos, ( envidia, sueños, tristeza, alegría) , están ligados a lo social y a lo económico, simplificando mucho, al dinero. Es este un rasgo  recurrente en la narrativa realista.

Personajes

    Siendo el cuento una subgénero narrativo de poca extensión,  es lógico que no presente una numerosa galería de personajes. En este hay una protagonista, Matilde,  y  dos personajes secundarios: el marido, y la amiga rica ( casi antagonista). Los demás personajes son fugaces o episódicos la criada,  el ministro, el joyero, los asistentes al baile...  Los personajes episódico o fugaces crean el ambiente social del cuento además de tener funciones que permiten los sucesos determinantes ( el ministro da una invitación al marido).
La protagonista,  pese a la brevedad del cuento, evoluciona, se transforma en la narración: es un personaje redondo. Mediante las descripciones, pero, especialmente,  mediante los diálogos, la protagonista se nos presenta como un personaje construyéndose:  egoísta, superficial, hermosa, convencional  y romántica se va haciendo  vieja, fea,  responsable ,  orgullosa, luchadora,  realista y  al fin, un ser decepcionado y humillado. El marido persiste  en los mismo valores que presentaba al principio, es un personaje plano. De la amiga rica sabemos por las palabras y pensamientos de Matilde, pero especialmente por el descubrimiento del final del cuento. Este personaje  es muy sugerente.
Como se ve, Matilde y su marido son personajes tomados del mundo cotidiano y contemporáneo del autor: empleados de clase media baja. Su vida vulgar se compone de preocupaciones vulgares ( la casa, el trabajo, el vestido, la cena,  la invitación a una fiesta, los ahorros, los deseos de mejorar socialmente, el pago de deudas). Nada de las grandes pasiones y escenarios, de los grandes ideales del periodo romántico.

Espacio y tiempo

    Los personajes están situados en un espacio urbano, que forma parte de su vida cotidiana y es descrito con mucho detalle, haciendo referencia a los objetos que hay en él ( la casa de Matilde) . En contraposición a  la casa real , está la casa imaginada,  la de los sueños de Matilde ( lugar romántico, rico y exótico) Aparecen también las calles de París, el paseo al lado del Sena, el parque, el Ministerio, las joyerías…

    La acción transcurre en un tiempo histórico más o menos contemporáneo al escritor: el París de finales del siglo XIX. Situar la acción en su propia época era propio del Realismo.
Hay tres tramos temporales en el cuento: los días que transcurren desde la invitación hasta  la pérdida del collar y la restitución por otro comprado; los 10 años estupendamente resumidos en los que la pareja trabaja duramente para pagar sus deudas y, por último, el momento del encuentro entre Matilda y su amiga rica.

Estilo

    En cuanto al lenguaje y el estilo, este cuento de Maupassant se atiene con rigor  a los postulados realistas: sencillez, sobriedad, reproducción del lenguaje propio de cada personaje según su clase social, su psicología, y el contexto en el que habla. Esto se ve bien en los ágiles diálogos entre marido y mujer:



“-Mira, mujer -dijo-, aquí tienes una cosa para ti.
Ella rompió vivamente la envoltura y sacó un pliego impreso que decía:
-¿Qué haré yo con eso?
-Creí, mujercita mía, que con ello te procuraba una gran satisfacción. ¡Sales tan poco, y es tan oportuna la ocasión que hoy se te presenta!... Te advierto que me ha costado bastante trabajo obtener esa invitación. Todos las buscan, las persiguen; son muy solicitadas y se reparten pocas entre los empleados. Verás allí a todo el mundo oficial.
Clavando en su esposo una mirada llena de angustia, le dijo con impaciencia:
-¿Qué quieres que me ponga para ir allá?”
    Como ya hemos visto ,el narrador nos da también  descripciones detalladas de lugares  , con un vocabulario seleccionado con precisión:
“pensaba en las comidas delicadas, en los servicios de plata resplandecientes, en los tapices que cubren las paredes con personajes antiguos y aves extrañas dentro de un bosque fantástico; pensaba en los exquisitos y selectos manjares, ofrecidos en fuentes maravillosas; en las galanterías murmuradas y escuchadas con sonrisa de esfinge, al tiempo que se paladea la sonrosada carne de una trucha o un alón de faisán.”
    Se puede concluir que el  texto de Maupassant es una brillante  muestra del Realismo  en todos los elementos narrativos: temas, personajes, tiempo, lugar , estilo… Por ello,  no es de extrañar su éxito en la época de  Guy De Maupassant  y su pervivencia en la nuestra.